Después de la lectura, me queda la vaga sensación de haber pasado, en consonancia con el título, múltiples horas en una biblioteca. Anotarlo así le confiere a las frases un aroma de ligero aburrimiento, de pesadez, de silencio respetuoso; algo hay de eso, es cierto. El conjunto de ensayos literarios de Virginia Woolf entreabre una puerta hacia un pasado señorial donde el estudio de la literatura tenía un profundo efecto académico y retórico. Los ensayos poseen el tono de una alocución, de un discurso elaborado para ser leído ante una audiencia hambrienta de referencias literarias; pero se puede entresacar un timbre afable entre los párrafos.
Uno se embarca en la lectura de Horas en una biblioteca como si se tratara de un extenso viaje hacia una isla remota llamada Virginia Woolf, y desde allí se tuviera la oportunidad de echar un vistazo a otros islotes no menos lejanos de la literatura inglesa: Hardy, Meredith, Shelley, Coleridge, Thoreau, Melville y tantos otros. Llegar hasta Woolf no es fácil, pero lo interesante es que a través de ella, como si se tratara de un catalejo, podemos repasar las características literarias de otros autores que se consideraban valiosos e imprescindibles. En este conjunto de ensayos se recogen sus impresiones sobre las lecturas realizadas, sus opiniones sinceras sobre los escritores eminentes del siglo XIX. Por supuesto, se trata de apreciaciones subjetivas, amenas, tal y como si las hubiese plasmado en su diario o como justo lo estoy haciendo yo ahora aquí.
Los ensayos reúnen diferentes épocas, diferentes tiempos, distintos autores y tendencias narrativas. Pienso que me hubiese resultado mucho más fácil reconocer estos parajes que ella describe si fuese un estudiante de Letras, debido a la consonancia de estilos y menciones que logra agrupar con total sencillez; pero valoro mi ignorancia, el atrevimiento de haberme lanzado sin brújula ni compás, sólo el bagaje que me ofrecen mis propias lecturas. A pesar de que algunas páginas resultan tediosas, hay excepciones que salvan el conjunto. Por ejemplo, su repaso y admiración por ciertos autores rusos.
Virginia Woolf reconoce el valor y aporte de algunos de sus compatriotas, pero eso no le impide al mismo tiempo asumir que hasta ese momento ninguno ha escrito algo comparable a Guerra y paz o En busca del tiempo perdido. Es probable que la posterior realización de La señora Dalloway equilibrara las cosas.
Disfruté mucho con sus apreciaciones sobre Dostoievski, sobre Conrad, sobre Jane Austen y Turgéniev y Chéjov; fue como si pudiera acercarme a esos narradores con otra visión más fresca, a pesar del tiempo transcurrido. Lo interesante de los ensayos es que uno tiene la oportunidad de debatir en solitario, refutar o plegarse a lo que esta mujer propone. Acercarse a Woolf no es una tarea sencilla, pero si se cuenta con un poco de paciencia y lucidez, la ganancia es muy amplia. Es una de mis autoras favoritas en cuanto a narrativa; sus ensayos literarios ofrecen una visión más redondeada, un complemento que nunca pasa desapercibido ni resulta innecesario.
Al final se detiene en aproximaciones ajenas al arte de la ficción, sobrescribiendo encima de las notas de E. M. Forster para Aspectos de la novela; también con el texto de Clayton Hamilton sobre el mismo tema. Son notas bastante ricas y esclarecedoras. El trabajo de la biografía tampoco queda por fuera y se extiende sobre los aportes de su buen amigo Lytton Strachey. Quizás un pequeño preámbulo antes de que ella misma intentara la elaboración de su ambiciosa obra Orlando o la pieza que escribió sobre la vida de Roger Fry. Cierra el libro con dos notas interesantes; una sobre el valor del cine en el registro literario y otra sobre la muerte de una polilla, que así se titula. Lo que llamó más mi atención es que centrara su visión microscópica sobre los últimos momentos del animal, sus implicaciones, sus turbios significados, un simbolismo paralelo al que utiliza Marguerite Duras en Escribir para referirse al mismo episodio con una mosca. Dos escritoras tan distintas prestando atención a un evento peculiar y aparentemente anodino.
En fin, se trata de las opiniones de una mujer comprometida con la literatura y consagrada a ella, mimetizada con ella, entregada por entero a ella. Una mente fértil diseccionando otras mentes brillantes, porque Virginia fue, ante todo, una lectora voraz. En todo momento se preocupó por leer a sus predecesores, nutrirse de ellos, calibrar sus aportes narrativos y poéticos. Prefiero dejar aquí algunas de sus propias anotaciones. En el comienzo, en el ensayo que da título al libo, escribe:
Comencemos por aclarar la antigua confusión que se da entre el hombre que ama la erudición y el hombre que ama la lectura, y señalemos cuanto antes que no existe conexión de ninguna especie entre los dos. El erudito es un entusiasta sedentario, concentrado, solitario, que busca en los libros en su afán de descubrir una determinada pizca de verdad, en la cual ha puesto todo su empeño y todo su corazón. Si la pasión de la lectura lo conquista, sus ganancias menguan y se le escurren entre los dedos. Por otra parte, un lector ha de poner coto al deseo de aprender ya desde el comienzo; si el saber se le pega, excelente, pero ir en busca del saber, leer de acuerdo con un sistema, convertirse en especialista, o en una autoridad, es algo que tiene todas las trazas de acabar con lo que preferimos considerar como una pasión más humana, una pasión por la lectura pura y desinteresada.
Más adelante, refiriéndose a la lectura de clásicos y contemporáneos, dice:
Así pues, hallarse en una gran librería repleta de libros tan nuevos que las páginas casi se pegan entre sí, con el sobredorado en los lomos todavía fresco, reviste una emoción no menos deliciosa que aquella vieja emoción de las librerías de lance. Tal vez no sea tan exaltada. Pero el hambre antigua por saber qué pensaban los inmortales ha dado paso a una curiosidad mucho más tolerante, por saber qué es lo que piensa nuestra propia generación. ¿Qué sienten los hombres y mujeres vivos? ¿Cómo son las casas en que viven? ¿Cómo visten? ¿Qué dinero tienen, con qué se alimentan, qué aman, qué detestan, qué es lo que ven en el mundo que los rodea, cuáles son los sueños que llenan los espacios de sus vidas y actividades? Todo esto nos lo cuentan en sus libros. En ellos vemos mucho tanto de la mente como del cuerpo de nuestro tiempo, en la medida en que tengamos ojos para ver.
Cuando tal espíritu de curiosidad se apodera plenamente de nosotros, una espesa capa de polvo pronto cubrirá a los clásicos, a no ser que alguna necesidad nos lleve a releerlos. Y es que las voces de los vivos son, a fin de cuentas, las que mejor entendemos. Podemos tratarlos en pie de igualdad: dan solución a nuestras adivinanzas y, lo que tal vez sea más importante, entendemos sus bromas. Y así se nos desarrolla pronto un nuevo gusto que no satisfacen los grandes; tal vez no sea un gusto valioso, pero es desde luego una posesión que procura gran placer: el gusto por los libros de calidad más que dudosa.
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