6 de diciembre de 2011

Bajo la lluvia.


Llueve todavía cuando salgo del gimnasio, poco antes de las 7 pm. Llueve desde temprano. Abro el paraguas, me coloco los audífonos y me lanzo a caminar. Son pocas cuadras hasta mi nuevo hogar; además, la caminata ayuda a regularizar mi pulso acelerado. Casi no hay gente en la calle. Mi mente divaga. Pienso en diferentes escenarios nocturnos. Me agrada esta caminata después de la sesión de ejercicios. Poco antes de llegar al edificio donde vivo, quizás un par de manzanas, tropiezo con una pareja en una esquina. Es difícil cruzar con ellos en el medio, y el paraguas estorba. Mientras intento hacerles entender que obstaculizan mi paso, alcanzo a oír lo que dice la muchacha. Tiene el rostro levantado y las gotas rebotan y se deslizan por su cuello; permanece inmóvil, con los ojos cerrados y la mano del chico sujetando la suya. La voz de la muchacha es tenue.

―Gracias por la mejor tarde de mi vida ―dice ella.

Me quedo tan inmóvil como ellos. La chica sigue con los ojos cerrados, y él la mira. Yo los miro a ambos, impresionado. Nos mantenemos los tres allí, suspendidos, bajo la lluvia. Es una escena bizarra. Un trío de desconocidos que se detiene en una esquina mojada. Él sigue callado, se limita a observarla, y sonríe, aunque ella no lo sabe. Parece que no les importa que yo atestigua su paréntesis nocturno. Están ajenos a mi presencia, al movimiento torpe del paraguas, a los carros que pasan, al estruendo que cae del cielo ennegrecido. Creo que son felices, y siento un aguijonazo de envidia, lo confieso.

Todo dura, si acaso, algunos segundos, pero su esencia se diluye con parsimonia. Debo bajar a la calle, maniobrar con el paraguas, y volver a subir para continuar mi camino. Ahora soy yo quien sonríe. De pronto recuerdo una escena de la película Great Expectations, donde el personaje de Ethan Hawke rescata a Gwyneth Paltrow de una sofisticada cena con su prometido y otros amigos, y la saca a bailar, y después la conduce con calma hasta la calle, donde llueve, y entonces se lanzan a correr bajo la lluvia. Algunos pueden decir que es cursi, todo depende del grado de cinismo que haya anidado en sus vidas. A mí me parece muy romántico.

Luego, mientras subo en el ascensor, intento imaginar lo que pudo haber sucedido para que esa muchacha agradezca por la tarde que tuvo. ¿Está enamorada? ¿Se curó de una grave enfermedad? ¿Estaba en coma y volvió a la vida? ¿Hizo el amor durante horas con el muchacho que le sostenía la mano? ¿Por qué el rostro alzado bajo la lluvia? ¿Se sentía bien el contacto del agua fría sobre su piel? Pensé que no me hubiese costado mucho comprobarlo. Pensé en cuán acostumbrados estamos a la comodidad de la rutina. Pensé en cómo sería permanecer bajo la lluvia con la persona que amamos. Pensé que siendo adultos olvidamos la espontaneidad de la niñez. Pensé que me hubiese gustado seguir allí, con ellos, y saber cómo terminaba el momento. Pensé en muchas cosas. Y al final sólo me queda escribir sobre lo sucedido, sobre lo que pudo haber pasado, sobre lo que me gustaría que pasara, sobre lo que quiero que suceda entre mis páginas. Sólo eso.

Es noche cerrada. Y sigue lloviendo.

26 de agosto de 2011

Toque de queda.

Era a principios de los 90. Atrás quedaba una década llena de derroche y glam rock, y ante nosotros se abría otra época distinta, un decenio que estaría marcado por la llegada de la Internet, los festivales de música en la playa y el alquiler de películas en formato VHS. Éramos adolescentes y por ello felices, noctámbulos, rumberos, irresponsables; sí, éramos felices. Y también representó una temporada de transición, en muchos aspectos; pero eso vino después. Me gusta concentrarme en el comienzo, en las noches de camaradería, guitarras y partidas de dominó, en las cajas de cerveza y las risas, en todo lo que ahora parece tan lejano e inverosímil dadas las circunstancias actuales de mi país.

Me tocó crecer en un pueblo pequeño de provincia. Todo lo que sucedía en las grandes ciudades, a nosotros nos salpicaba con pequeñas gotas. Lo que más recuerdo y añoro eran las reuniones nocturnas en la casa de Felipe Murillo. Esa casa era como el Salón de la Justicia de los Superamigos: allí pasábamos la mayor parte del tiempo, haciendo de todo y haciendo nada, jugando a cambiar el mundo, confesando secretos y conquistas amorosas, lamentando pérdidas y creyendo que cualquier amor frustrado era el fin de la vida conocida (ser adolescente y no ser tormentoso es una pérdida de tiempo); pura cháchara en los muebles del porche, de cara a un jardín amplio y frondoso, pero cada vivencia experimentada con un color atenuado, incluso un tono más lento, porque la vida en los pueblos es así, tiene su propio ritmo, su cadencia particular.

Era tan común, los fines de semana, quedarnos hasta tarde en la casa de Felipe. Sus viejos nos apreciaban como si hubiésemos sido hijos adoptados, agregados a la ya numerosa familia; creo que debe ser muy estimulante vivir en un hogar así, llena de ruidos y risas y chistes a cada momento. A su papá le encantaba colarse en nuestros juegos de dominó cada vez que podía y jamás pudimos ganarle una mano; también hubo póker, truco, cualquier juego que nos permitiera vaciar un par de cajas de cervezas, fumar y trasnochar hasta el cansancio. ¿Ya dije que éramos felices? Lo repito: éramos felices.

Retengo una sucesión de imágenes, como un caleidoscopio. Solía sentarme en la acera, afuera, con cualquiera de los muchachos para compartir confidencias. La luna en lo alto, a través de las ramas del samán, y la calle vacía, inhóspita, tan tarde. Mis amigos hipnotizados ante la pantalla del monitor con los primeros juegos en una computadora. Otras veces terminábamos todos en esa bendita acera rota por las raíces del samán, riendo, hablando paja, intercambiando una botella de ron. O dando vueltas por las calles del pueblo en el Fiat Uno de mi madre, prestado con horario de llegada. Nunca hubo una sensación de temor o inseguridad, eran otros tiempos, claro, y eso es lo que me deja un mal sabor en la boca. Hoy, de vez en cuando, me provoca repetir esas experiencias, revivirlas aunque sea en una fracción de su juvenil intensidad, pero el consenso general es que no se puede. Vivimos en un toque de queda permanente, como si en un parpadeo (a veces creo que fue así) todo hubiese cambiado, un salto cuántico hacia el futuro, y ahora nos tocara vivir en una sociedad irreconocible, dramática, paranoica, gris y pintada de genuino temor.

Podría decirse que esa sensación de pánico callejero es mía, una secuela de lo vivido en mi propia casa, cuando mi madre y yo fuimos sometidos por los delincuentes que destrozaron todo lo que nos era más preciado dentro de nuestra intimidad, pero he descubierto que no soy el único. El temor, el miedo, se ha expandido como una enfermedad contagiosa, un virus mortal que no tiene cura ni antídoto. Lo tienes o no lo tienes, y si no lo tienes, tarde o temprano te vas a contagiar, es tan inevitable como la salida del sol cada mañana. Todo el que vive fuera del país, el que nos lea desde afuera, puede creer que se trata de un vulgar caso de alarmismo, de paranoia injustificada, porque «las cosas no pueden estar tan mal», porque «coño, sí eres exagerado», porque «es una impresión generalizada por los titulares de los periódicos»; entonces me gustaría que le dijeran eso, cara a cara, a cualquiera que haya sido víctima de un asalto, de un homicidio sin resolver, un secuestro exprés, una alcabala policial mal puesta en medio de la noche. Pero desvarío…

Es triste sumar con los dedos de las manos y contar cuántos de tus amigos decidió que era mejor irse a vivir al extranjero. Es triste comprender que las nuevas generaciones no pueden ni podrán disfrutar de lo que nosotros gozamos algunos años atrás. Es triste que las conversaciones telefónicas se resuman en comentar lo que le sucedió a fulano, a mengano y al otro que es amigo de otro amigo. Es triste asimilar que ya uno no puede sentarse a conversar afuera, que el porche de los Murillo es un sueño lejano en mitad de la madrugada, una metáfora. Es triste vivir bajo un toque de queda permanente.

Los que me conocen bien saben que no me gusta hablar de política. Leo los periódicos y me parece que los Estados Unidos y Europa prefieren enmascararse y bailar una danza macabra en el borde del precipicio, una caída que no tarda en llegar y que arrastrará al resto de las economías del planeta sin distinción de clase ni ideología política, pero prefiero no juzgar; se trata de otras sociedades, con otros problemas, y así como evito lanzar acusaciones (porque hay que estar allá, hay que vivir la vaina en carne propia, porque nadie escarmienta en zapatos ajenos), también preferiría que se nos concediera, al menos, el beneficio de la duda, coño.

En fin, se trata de pequeños detalles, ínfimas partículas que se van sumando sin que nos demos cuenta, piezas diminutas de un rompecabezas que se arma por sí solo, fragmentos de conversaciones sueltas, opiniones ya generalizadas sobre la delincuencia en Venezuela. Nada me gustaría más, ahora, que poder retroceder en el tiempo y regresar al porche de los Murillo, con los juegos de dominó, la guitarra de Roberto y las risas de todos, pero no es posible, lo sé, tampoco es que me aferro a un pretérito perfecto. Y sé que ya no podemos hacerlo porque ahora todos miramos por encima del hombro, agudizando la vista, sopesando las oquedades del camino, diversificando las rutas para volver a casa y apresurándonos en hacerlo antes de la caída del sol, como si fuésemos vampiros que viven al revés, temerosos de las tinieblas y aullidos delincuenciales.

Olivia llegó ayer. Los teléfonos intercambiaron repiques y sonrisas por la sorpresa. Ella vive en el llano, más lejos, encargada de la finca de su padre. Olivia es de una época posterior, menos juvenil, pero nos gustaba alargar las horas del crepúsculo para hablar y tomar café sentados en los escalones de la entrada a su casa. Después de los saludos y las preguntas apresuradas («¿Estás aquí, marica? Qué fino»), rebotó la invitación para tomar café de nuevo en esos viejos escalones y las excusas y párpados templados no se hicieron esperar. Supimos por su madre, una vez reunidos, que todas las casas de la cuadra y la calle habían sido robadas sin contemplación, incluso más de una vez. Olivia nos miró con cara de sorpresa, pero al resto nos pareció algo bastante regular, sin asombro. Al final, el café lo compartimos en la cocina, con los ojos puestos en las ventanas, a pesar de las risas.

Lejos quedan ahora el porche de los Murillo y los escalones de la entrada a la casa de Olivia. Ya no podemos ni siquiera hacer un simulacro de recuperar aquellas veladas, el toque de queda nos aplasta puertas adentro. Y uno entonces se acostumbra, cede terreno, se conforma con el insilio, y eso me molesta todavía más. Ya el Salón de la Justicia no existe, ni siquiera en las comiquitas de Cartoon Network. Qué vaina… lo que daría por un buen juego de dominó hasta la madrugada, entre cervezas y risas, sin las manecillas de un reloj, sin las pupilas escudriñando las sombras, tendidos en una acera rota para soltarle risotadas a la noche entre trago y trago.

2 de mayo de 2011

Granizo, de Dayana Fraile.

Es un teatro de varietés con funciones continuas. Es un juego de espejos circenses. Es un caleidoscopio que gira sin cesar. También es una conversación que se capta en una mesa cercana, a la que prestamos atención de forma subrepticia. En determinado momento, más adelante, cambiamos de sitio, nos sentamos en esa mesa adyacente y participamos de lo que se nos cuenta, sin rubor, sin vergüenza. La magia verbal de Dayana Fraile funciona como un anestésico de las convenciones sociales y literarias, sugiere, convence, seduce. Corre el velo de la fantasía narrativa y hasta finalizar el libro se las ingeniará para caminar por encima de la cuerda floja sin perder el equilibrio y caer en el aburrimiento. Dayana Fraile parece seguir la corriente de varios autores contemporáneos que prefieren prescindir de efectismos y hablarle al lector de tú a tú, casi abusando de la confianza, echando mano a un lenguaje sencillo y directo que no permite asombros ni falsas verosimilitudes. Lo logra, y muy bien, ofreciendo las imágenes escritas como los elementos de un carrusel que gira y apenas nos permite un vistazo, una mirada, apareciendo y perdiéndose dentro de su propio esquema narrativo sin agregar explicaciones frívolas y poco funcionales.

Los personajes descritos en Granizo (Fundación Editorial El perro y la rana, 2011), ganador del premio de cuento de la I Bienal de Literatura Julián Padrón, conforman una galería simbiótica donde cada uno toma y ofrece al otro, cruzan sus líneas, se vuelven tangenciales, hablan entre sí y apenas nos dejan percibir una energía grupal que sólo es comprensible para ellos. Somos transeúntes de una ciudad reconstruida a través de las experiencias juveniles de la protagonista, de los otros personajes que se relacionan con ella, y discuten, y lloran, y se atreven a soñar o a vomitar sus entrañas existencialistas, todo mediante un lenguaje que funciona acorde a lo que se desea contar y retratar. Es una lectura sencilla, pero no por ello simple o llana. Tiene matices, imperfecciones, arrugas, que confieren una adecuada verosimilitud a lo que se narra. Da gusto leer porque no hay acartonamientos, poses, rimbombancias del lenguaje. Funciona porque la autora parece haberse preocupado por los detalles pequeños, las inconsistencias, tejer bien las costuras que unen los retazos utilizando metáforas que alzan las comisuras de la boca sin darnos cuenta.

Las diferentes historias se brindan como si vinieran con la confianza de una mirada amiga, entre copas de vino o tazas de café, lo que mejor convenga. La forma de narrar permite que la atención se sostenga, que uno quiera saber de dónde vienen y hacia dónde van estas mujeres ficticias que de vez en cuando cambian sus roles. Es un libro muy femenino, pero no unidimensional. Los personajes que traza Dayana Fraile están allí, en el borde de la mirada, nombres que nunca se llegan a pronunciar del todo, colores estridentes que atraviesan corriendo la opacidad de la rutina convencional. Son personajes salidos de un cuento de hadas que se ha transformado en una realidad de concreto con sonido de rock nacional. Tangibles. Palpables. Reconocibles detrás de una esquina, una percepción fugaz, inaprensibles. Queda la sensación de haber llegado en medio de la obra, alcanzar un fragmento que da cuenta del resto, de toda la función, así como la jornada descrita en un solo día de La señora Dalloway permite asimilar la totalidad de su vida, las piezas de cerámica desperdigadas en los relatos de Granizo permiten reconstruir un universo particular, un espejismo, una sombra detrás del espejo.

Sigo pensando en un caleidoscopio en razón de la secuencia de escenas aparentemente inconexas, pero con ligaduras entre sí, como una telaraña de plomo. Una sucesión que se sostiene a través de las mudanzas de la narradora, un intercambio de lugares que funciona como una bisagra, un vehículo de transición, el puente que nos deja ir y venir entre las diferentes partes del libro, literalmente. Hay humor, también. Un tipo de humor rancio, salobre, que arrastra una sonrisa cínica de reconocimiento, porque los personajes están bien delineados, con las características de su humanidad bien distribuidas y dosificadas para concederles el debido peso del drama narrativo. Son, existen, casi llegan a saltar de la página con sus retorcidas maneras literarias y sus neurosis citadinas. Para mí es muy satisfactorio poder recomendar este primer libro de relatos de una escritora que promete más si se lo propone para brindarnos diferentes ficciones poco convencionales. Pueden conseguirlo en cualquiera de las Librerías del Sur a lo largo del territorio nacional. Espero que lo disfruten tanto como yo.

4 de abril de 2011

El trago amargo.

―¿Qué te pasa? ¿No te gusta?

―No es eso…

―¿Entonces?

―No sé. No me gusta estar aquí.

―Claro que sí, vale. Relájate. ¿No confías en mí? Siéntate en la cama.

―Me da vaina. ¿Y si lo dejamos para después? Otro día.

―No seas pajúo, coño. Vamos. Abre la boca.

―Ya va. ¿Y si alguien viene?

―No pienses en eso. Anda… agárralo. Tú sabes que sí quieres.

―Pero… Espérate: así no. A la fuerza, no.

―Coño, qué bolas. Me dijeron que te habías puesto mamita, pero no tanto.

―No vale. Tampoco así. Lo que pasa es que no me entiendes.

―Sí, sí entiendo. Dale. Yo lo agarro por ti. Abre la boca. Así… poco a poco.

―¡Espérate, coño! Lo que pasa es que… De pana, no es que no quiera…

―¿Vas a seguir con eso? ¿Ah? ¿Vas a pelar este boche? Míralo. Tócalo. Abre la mano ¡No seas pendejo! Agárralo duro. ¿Le tienes miedo? ¿A estas alturas?

―Verga, es que ha pasado mucho tiempo. Entiéndeme. No sé. No tengo ganas. Mejor no.

―¿Sabes qué? Déjalo así, de pinga. Tienes razón. Tú te la pierdes. Tampoco te voy a jalar bolas, para que después salgas hablando paja. Pensé que podíamos estar como antes, compartir las mismas vainas; pero es obvio que no.

―Esto es distinto. Ya no puedo, no debo caer en lo mismo. Ponte en mi lugar, coño. Fue un milagro que sobreviviera al accidente. Lo sabes. Estuve…

―¡Ya! ¡Déjalo así! Si no te lo vas a tomar, mejor me llevo el vaso y alejo al demonio, ¿verdad? Qué bolas. ¡Tú y tus pendejadas de Alcohólicos Anónimos!

31 de marzo de 2011

Historias a media luz.

El rostro de mi padre se asemeja a una máscara mortuoria donde sobresalen las sombras y oquedades. El de mi madre, tan pálido, pareciera asaltado por diminutas hormigas que se mueven en torno a su boca mientras mastica en silencio. Mi febril imaginación inventa diferentes escenarios. Somos sobrevivientes de una hecatombe mundial y debemos refugiarnos puertas adentro, alumbrándonos con velas, intentando permanecer ajenos al desastre exterior y la ausencia de sonidos que pululan en la oscuridad. Lo más importante es que estamos juntos, que podemos comer algo, aunque sea tan ligero como tortas de casabe, algunas lonjas de queso gouda y el resto de la sopa fría que consumimos al mediodía. Se trata de un manjar principesco comparado con las penurias que sufren otros desplazados, esos rostros sin forma que de vez en cuando se asoman a las ventanas y sueltan palabras incoherentes. Es un mundo catastrófico y deformado allí afuera. La densa oscuridad ayuda a concretar estas imágenes fantásticas.

Mientras escribo esto, alumbrándome con un par de velas, llevamos ya dos horas y media sin energía eléctrica. Uno que otro perro se atreve a ladrar en las tinieblas, y pienso que se arriesga bastante; los rostros que se asoman en las ventanas también tienen hambre. Nosotros, encerrados en la cocina, sobrellevamos el asunto con una momentánea calma. Hay una vaga sensación de seguridad al permanecer iluminados con algunas velas y dos linternas de baja intensidad. Ninguno lo menciona, pero los sentidos permanecen alerta, en tensión, escudriñando los rincones en espera de cualquier ruido cercano e invasivo. Papá dice que deberíamos economizar, ahorrar la poca energía que les quede a las linternas, porque todavía faltan muchas noches que parecen estirarse con la falta de distracciones comunes y tecnológicas. Ya nada es ni será lo mismo.

La historia que me invento sigue por otros derroteros. Sin proponérmelo, ya he llenado cuatro páginas del cuaderno de relatos cortos. Me escoltan dos velas altas que me hacen sentir como uno de aquellos fértiles autores decimonónicos que sabían aprovechar muy bien la penumbra de las horas nocturnas. También pienso en Lord Byron, en Jane Austen, en Balzac, en Victor Hugo, Mary Shelley, y tantos otros. El divino campo del Romanticismo literario. Creo que me dejo influenciar por las lecturas vespertinas, relacionadas con el movimiento narrativo de ese período de la Historia. Cosas de tinta y medias luces, quizás.

Existe la posibilidad de que el apagón dure toda la noche. Puede suceder, por el contrario, que la luz regrese en pocos minutos. Todo es posible en este país de incertidumbres. Nadie sabe ofrecer respuestas concretas sobre la implementación de estas medidas tan injustas. Parece que tendremos que acostumbrarnos de nuevo a los horarios, la alteración de la rutina laboral, la gente que masculla sus quejas sin atreverse a pronunciarlas en voz alta. Porque las tenazas se cierran sobre los pueblos y ciudades del interior, a quienes nos toca el sacrificio mientras los habitantes de la Gran Caracas parecen ajenos a estos cortes programados. Para ellos la vida sigue igual, con sus veladas nocturnas, noches de teatro y cenas bien iluminadas. Sé que mis palabras tienen un tufo de resquemor mal disimulado, pero ya desde antes, cuando sucedió la primera vez, pensé que hubiese sido muy distinto si los apagones nos tocaran a todos por igual, democráticamente, revolucionariamente. Los pendejos de la provincia cargando con el temor gubernamental de alterar el equilibrio precario de la capital. Sólo en este país…

Hay quien dice que nuestra nación ya chocó con su iceberg y hace aguas por el frente. Otros mencionan la tirantez de las costuras en los bordes. Se intenta tapar el sol con un dedo mientras el Presidente pasea por Suramérica y recoge premios irónicos. Se pretende tapar el fracaso con el espectáculo de malabaristas y payasos que alargan la necesaria caída del telón. Amanecerá y veremos, es todo lo que se oye decir. Ya quisiera uno estar viviendo en Egipto o en Túnez, carajo. Pero el destino ha querido un desenlace diferente, menos sangriento, quizás con mayor madurez, no lo sé. No me gusta opinar en vainas políticas. Por ahora, supongo que tendré que contentarme con algunas historias de Poe. Me gusta adaptarme a las circunstancias. De nada sirve luchar contra la corriente o arrojar palos de ciegos que no dan en ninguna parte. Me llevaré las velas hasta mi habitación y seguiré jugando a ser otro de los escritores del siglo antepasado.

Amanecerá y veremos.

19 de marzo de 2011

Obsesiones literarias.

Hay días en que mi sonrisa no cabe entre los labios. Se desparrama por los ojos, se sacude entre los dedos, se camufla entre los comentarios que salen despavoridos y sin control. Entonces me siento como un niño: excitado, inquieto, fastidioso; pero no sucede siempre. He logrado identificar ya que mi sonrisa y la literatura van juntas, la mayoría de las veces. La última vez que sonreí así fue el viernes. Todavía lo hago. No puedo evitarlo. Mi estado de ánimo va unido a los libros. Soy feliz cuando recibo un paquete nuevo, una encomienda distinta cada mes, una sorpresa a pesar de saber de antemano lo que oculta el envoltorio blanco y azul. Suelo abrir el envío con cuidado, con calma, saboreando el instante como si se tratara del último caramelo del envase. Ya dije que me pongo como un niño.

Saco los libros con cuidado, acariciando las cubiertas y detallando las letras escritas en la portada. Cualquiera creería que manipulo objetos de cristal, pero mi respeto es grande, mi placer es mayúsculo, íntimo, poco compartido. No me importa. No tengo que rendirle cuentas a nadie sobre las cantidades que gasto ni la frecuencia con que hago las compras. Es lo único en lo que invierto gran parte de mi pequeño sueldo. Alguna vez creí que esta obsesión literaria generaba poca comprensión entre mis amistades; hoy ya no tanto, ellos han aprendido a respetar mis decisiones, mis neurosis, mis devaneos con la letra impresa. Saben que prefiero gastar en un libro antes que en un par de zapatos o en un teléfono celular de última generación. Cada uno tiene sus propios demonios.

Evidentemente, ya me queda poco espacio. La biblioteca se nota sobrecargada, pesada, a punto de sucumbir bajo el peso de los libros que se han ido acumulando en sus anaqueles. Tuve que improvisar, claro. Las restantes paredes desaparecieron bajo los lomos que se alinean como soldados de tinta y papel. Los cuadros que antes adornaban las superficies color crema pasaron a mejor vida, en otros hogares donde son tratados con más respeto y atención visual. Aquí estorbaban, ocupaban un sitio valioso que fue suplantado casi de inmediato. Aún así, no fue suficiente. Ahora camino entre pilas ordenadas según un orden específico: los que necesito leer pronto; los que ya fueron leídos pero permanecen cerca; aquellos que representan una lectura especial, a la que siempre se vuelve por una u otra razón; también los que preciso intercambiar, tramas que me han decepcionado o han perdido su interés inicial. Deambulo sobre pequeñas colinas impresas.

Si salgo de paseo, mis ojos se fijan primero en las vidrieras de una librería. Es difícil no acceder a la tentación de comprar aunque sea un solo título. Siempre hay algo nuevo, o usado, o a buen precio, o recomendado, o cuyo(a) autor(a) me interesa demasiado. Lo digo, lo confieso: es compulsivo. Es cierto que la velocidad con la que compro supera la velocidad con la que leo, pero lo interpreto como una red de seguridad, una inversión hacia el futuro, un rasgo particular de mi carácter introspectivo. No hablo mucho, pero lo que callo se llena con palabras ajenas, delirantes, ricas, sugerentes. No imagino mi vida sin un libro. Algunas veces he fantaseado sobre un posible exilio, y me entristece la posibilidad de tener que dejar atrás muchas lecturas pendientes. Esa vieja pregunta sobre qué libro se llevaría cualquiera a una isla desierta a mí me deja mudo: imposible escoger sólo uno, no podría decidirme; y luego, todavía fantaseando, estoy seguro de que me recriminaría por haber dejado atrás otros títulos diferentes. Soy inconforme.

Recientemente pasó la fecha de mi cumpleaños. Almorcé con unas amigas un par de semanas antes del evento. Ellas discutían en total confianza sobre los posibles obsequios. Una se atrevió a preguntar qué prefería. Guardé silencio porque supuse que la respuesta era obvia. Otra fue más asertiva y dijo: «Es lógico que lo que quiere son libros». Luego la primera que lo había mencionado se enfurruñó: «Ay, no. Qué fastidio. ¿Un libro? Hay cosas mejores». Me limité a sonreír. Hay comentarios que ameritan apenas una sonrisa de condescendencia. Cada quien juzga de acuerdo a sus propios parámetros, por supuesto. Lo irónico fue descubrir que sin darme cuenta había hecho lo mismo, pero a la inversa. A cada una de mis amigas solía regalarle un libro. Resulta estimulante cuando el placer de la lectura es compartido; pero hay que abrir bien los ojos antes de hacer un presente que puede resultar aburrido o poco acertado.

Mientras escribo todo esto, desvío la vista hacia las pilas de distintos tamaños que rodean mi escritorio. Saber que están allí me hace sentir seguro, tibio, protegido del mundo que ruge afuera. Aquí soy feliz. Me conformo con poco. Y ya ni siquiera necesito salir. Esta semana descubrí otro sitio virtual que se encarga de conseguir los títulos que uno quiere y enviarlos por correo. Es un gasto extra, pero bien vale la pena. Esta noche sigo con Iris Murdoch, mientras George Steiner aguarda su turno con exquisita paciencia.

6 de marzo de 2011

Somos.

Ella cuenta, ella escucha, ella entiende.

Ella rememora, ella sustrae, ella construye.

Las palabras son el vehículo, la fuerza, el reflejo.

Él sueña, ella convoca, él proyecta.

Ella es cóncava, él es convexo, ellos se invierten.

Yo los veo, los envidio, los endioso.

Ella me mira, yo me escondo, ellos suponen.

Él la necesita, la protege, la seduce.

Ella lo busca, lo rechaza, y lo conduce.

El silencio se ensancha con las letras mudas.

Ella soy yo, soy él, somos todos.

Somos.

12 de febrero de 2011

Reencuentro estudiantil

Mi madre tiene una celebración especial cada cierto tiempo. No se trata de una ocasión regular, pero la disfruta cuando sucede. La última vez que asistió a ella fue el pasado mes de enero. Se reunió con sus antiguos compañeros del liceo para conmemorar los 42 años que tienen de graduados. Una sola vez me tocó acompañarla, siendo adolescente, y me quedó la impresión vívida de un grupo heterogéneo, receptivo, donde las risas y las bromas y las remembranzas eran el denominador común. Fue como un pequeño guijarro que se quedó atrapado entre los pliegues de mi memoria. Lo recordé todo de nuevo cuando la vi arreglarse para asistir a la fiesta que organizaron a principios de este año. Salió y regresó contenta, rejuvenecida, con nuevas historias y anécdotas para saborear con la nostalgia.

A la par de su fiesta, otro recuerdo se agitó con insistencia. Quiso la casualidad que también este año se conmemoraran 20 años desde mi propia graduación. Gracias a la valiosa herramienta de las redes sociales (entiéndase Facebook) he podido reencontrarme con algunos de mis antiguos compañeros de salón. No eran muchos, pero a través de ellos podía echar una cuerda hacia espacios pretéritos y volver a reír con algunos eventos que compartiéramos entonces. A raíz de la celebración a la que acudió mi madre, pensé en cómo sería organizar otro reencuentro similar, con mis viejos amigos. La verdad es que nunca imaginé que sería algo tan complejo.

Poco a poco, preguntando aquí y allá, comencé a filtrar la idea de arreglar una reunión de ex alumnos con los miembros de mi promoción. Las primeras voces se mostraron entusiastas, alegres, dispuestas a ayudarme en lo posible. Creo que esos gestos terminaron de espantar las dudas iniciales del proyecto. También ayudó comprobar lo eficiente que había sido el reencuentro de mi madre, aunque asimilé que organizar algo semejante requería de mucha logística y horas perdidas. Pero quise ponerme manos a la obra. Abrí un grupo en Facebook con el nombre de nuestra promoción, agregué a los contactos que tenía de esa época, expliqué que deseaba arreglar un reencuentro con los integrantes de mi salón; pero el asunto se escapó de mis manos. La bola de nieve ya corría cuesta abajo.

No sé quién lo inició, pero pronto comenzaron a aparecer otros rostros, otros nombres, otras voces del pasado, entusiasmadas con la idea. Descubrí que ya no se trataba sólo de los alumnos de mi sección, sino que la idea original se metamorfoseaba en algo más vasto y ambicioso. Los que iban ingresando al grupo dejaban sus opiniones, recordaban otros nombres, agregaban a sus respectivos compañeros de salón, y así, lentamente, todo se transformó en algo mucho más complejo. Confieso que sentí algo de pánico al ver la magnitud y el tamaño en que se convertía una idea sencilla y espontánea. Pero conforme pasaron los días, entendí que el proyecto se había diversificado casi por cuenta propia, con su dinámica particular, y agradecí que otras personas colaboraran desinteresadamente con el proyecto. Ya no se trataba de 32 ex alumnos, un almuerzo, risas y recuerdos compartidos, una despedida amena y la promesa de no perder el contacto; ahora se había convertido en una reunión que involucraba poco más de 200 personas, un sitio más amplio, una logística diferente, con planes que abarcaran a toda esa gente. Pero ya los planes estaban en marcha.

Gracias a la ventaja de las mismas redes sociales, el boca en boca, los contactos directos e indirectos, el grupo ha ido creciendo exponencialmente. Ya nos acercamos a la centena, y creo que de aquí a julio, fecha propuesta para la reunión, son muchos los rostros y nombres que se anexarán al evento. Lo cierto es que todo esto me emociona bastante: la posibilidad de reencontrarme con gente que no he visto en 20 años, compartir historias comunes de una época ingenua y sencilla, rememorar anécdotas de la etapa adolescente, siempre tan turbulenta y festiva: los primeros amores, la despedida del hogar, los planes para un futuro incierto; todo amalgamado en una tarde veraniega que promete eso y bastante más. También tendremos la oportunidad de recordar a los que ya no están con nosotros, gente que por distintas razones emprendió un viaje distinto al nuestro y donde nos llevan la ventaja espiritual.

Sospecho que será una tarde salpicada de chistes, lágrimas, sorpresas, viejas fotografías, miradas inquisitivas (¿Eres tú? ¡Sí, eres tú!) y nuevas promesas de volver a vernos pronto. Mi madre ha asistido ya a tres reuniones similares, cuando celebraron los 20 años de graduados, luego el trigésimo aniversario y finalmente el de este año (su promoción es del año 1969, y ambos estudiamos en el mismo liceo). Quiero creer que este ansiado reencuentro podría ser el primero de muchos por venir. Si mal no recuerdo, hay quien dice que debemos cuidar esas amistades adolescentes, pues serán las que nos ayuden a llenar los espacios en blanco de nuestra memoria en la madurez. Desde ya me preparo a tomar nota de todo lo que compartamos ese día tan especial.

19 de enero de 2011

Obsequios póstumos de enero.

El mes de enero tiene la capacidad residual de guardarse obsequios bajo la manga. Descubrí esto por casualidad, en medio de una visita, poco antes de un almuerzo suculento. La anfitriona, madre de una de mis amigas, me llevó aparte mientras los otros invitados comenzaban a disfrutar del vino que eligiera para nosotros con tanto esmero. El asunto estaba contenido en tres cajas medianas. Sin rótulos. Sin marcas. Sin nombres. Me dijo que todo pertenecía a su marido, quien falleciera el año pasado después de una larga enfermedad. No supe qué pensar en ese primer momento. Intenté mostrarme agradecido, aunque lo que escondían las cajas eludiera mis pesquisas iniciales. Me arrodillé con media sonrisa y abrí caja por caja con bastante cuidado. Conforme mis dedos se movían a través de las carátulas, ella seguía:

―Tú sabes que Pancho leía mucho. Prefiero que pasen a tus manos y no que sigan en la biblioteca acumulando polvo. Da lástima. A ninguno de los muchachos le gusta leer. Hay demasiados libros. No te importa, ¿verdad?

No, no me importaba para nada. Sabía que Pancho adoraba la lectura porque en no pocas ocasiones, en otras comidas pretéritas, solíamos conversar sobre autores, temas y producciones literarias nacionales. Pancho era un gran lector. Llegó a comentarme que lo único que lamentaba era el poco gusto que sus hijos tenían hacia los libros, hacia las obras de arte, la historia y la cultura; se caracterizó por ser un hombre sibarita empeñado en reunir piezas para su colección particular, ya fuesen cuadros, esculturas o libros. El dinero se lo permitió, pero la familia prefería otras aficiones menos pasivas. Solíamos conversar sobre vinos, arquitectura, política; temas que desarrollábamos en torno a algunas botellas que se hacía mandar desde el extranjero. Pancho era un hombre muy sabio y reposado.

Mientras la viuda comentaba que las cajas contenían sólo una parte de la biblioteca, me entretuve en sacar los volúmenes con mucho cuidado. Se trataba de primeras ediciones y textos antiguos. Me sorprendió descubrir los títulos tan bien cuidados: La guerra del fin del mundo, La casa verde, Cuando quiero llorar no lloro, Casas muertas, El otoño del patriarca, Ifigenia; también compilaciones de antiguos autores griegos, modernos escritores europeos, narradores latinoamericanos, tentativas estadounidenses. Me llevó bastante tiempo poder abrir y revisar las tres cajas porque me detenía continuamente en cada uno de los tomos: Vargas Llosa, Benedetti, Borges, Steinbeck, Fallacci, Twain, Bioy Casares, García Márquez, Steiner, Lawrence, Puig, Hesse, Christie, Maugham, Faulkner, Hemingway, Camus, Dinesen. Ni siquiera conté cuántos libros había. Hice un esfuerzo por contener mi excitación, el temblor de mis dedos, las ganas de olvidarme del almuerzo y permanecer allí, entre esas viejas ediciones, sumergido entre las letras.

Tuve que volver al mundo real para tomar más vino, disfrutar con una comida rica y entretenerme con la charla de mis amistades; pero mi mente regresaba a las cajas, sin decir nada, anticipando el placer que obtendría esa misma noche cuando estuviera de regreso en casa. Alcé mi copa y la mirada, haciendo un brindis silencioso con el difunto, seguro de su sonrisa, allá, dondequiera que estuviese ahora. Se trataba de un regalo inesperado, feliz, un inicio de año literario y fecundo. A mitad del postre, la mamá de mi amiga volvió sobre el tema. Dijo que Pancho alguna vez comentó que sólo yo podría llegar a disfrutar de sus libros tanto como él. Una de mis compañeras de mesa bufó: «Qué aburrido», ante la idea de desviarnos por ese camino. La viuda recordó ese comentario mientras observaba la amplia biblioteca y decidía qué hacer con los libros. Pensó en mí gracias a las palabras de su difunto marido. Volví a alzar mi copa en silencio.

En medio de las despedidas, conforme esperábamos que uno de los empleados de la casa llevara las cajas hasta mi carro, la viuda mencionó que faltaban muchos libros por clasificar, que pretendía regalarme otras cajas, pero que también pensaba quedarse con otros volúmenes. «Eran los libros de Pancho», me dijo, «yo sé que tú los vas a cuidar y a leer, pero quiero quedarme con algunos. Él estaba muy encariñado con ciertas lecturas». Lo entendí perfectamente. Me ofrecí a ayudarla con lo que necesitara, y ella aceptó. No fijamos fecha, entre los besos y los abrazos, pero sé que en algún momento me llamará y otra sonrisa infantil se colará hasta mis labios. En el intermedio, me conformo con los obsequios póstumos de enero y me preparo para lecturas renovadas.

15 de enero de 2011

Is that all there is?

La música sale de la cocina. Es una melodía contagiosa, vieja, familiar. También se oye el murmullo de una risa compartida. Camino despacio, me acerco sin hacer ruido. Mis padres están juntos, giran con gracia, se mueven según los acordes que emite el pequeño reproductor que Mamá tiene junto a los potes de café, azúcar y sal. Se trata de una visión mágica. Sus cuerpos emiten una cálida sensación de armonía, de confianza, equilibrio por encima de todo; es difícil no sentirse ajeno e invasor. No digo nada. Me limito a contemplarlos, verlos bailar, recorrer la cocina al compás de esa vieja tonada. Ellos ignoran mi cercanía, la impresión que deja el baile en mi cerebro, las líneas que han inspirado sin proponérselo.

Supongo que no debe resultar fácil después de casi 40 años de matrimonio. Pero si luego de tantas discusiones y diferencias, compromisos y lealtades, conservan esa avenencia para bailar, me atrevo a sonreír sin ser visto. Los rostros que observo en silencio convocan ideas, emociones mezcladas. Me hubiese gustado preguntar, acceder a ese secreto que permitía un baile tan acompasado, ligero, fluido. Ya quisiera uno eso en la propia vida. Ver sus sonrisas y pasos de baile después de un año tan traumático me deja con la idea insistente de ver el vaso siempre medio lleno, nunca medio vacío. Allí puede estar el secreto, la fórmula mágica, el ingrediente faltante. Hacer el esfuerzo, ni más ni menos.

2010 no fue un año amable. No sólo para mí, para nosotros, sino para todos los que estaban a mi alrededor. Uno se fija en esos detalles. Un robo aquí, un llanto allá, un fallecimiento inesperado; frustraciones e impotencias difíciles de canalizar. Pero, según la máxima del vaso, seguimos aquí. Vapuleados, magullados, con menos fuerza y determinación, pero aún en pie. Eso cuenta para algo. Lo importante es concentrarse en lo positivo, aunque suene a receta de autoayuda, aunque resulte ridículo después de un trágico desenlace, a pesar de lo difícil que parezca a través de las lágrimas y rencores. Además, no he dicho que resulte fácil. Lo digo por la experiencia acumulada de los últimos doce meses. Difícil, pero no imposible.

Todavía con esas impresiones en mente, una de esas noches de insomnio, mientras me entretenía con videos en YouTube, tropecé con un viejo tema de Peggy Lee: “Is that all there is?”. La voz de Peggy era inconfundible, como una caricia en plena noche cuando menos se la espera. Es una lástima que se fuera tan pronto, pero la tecnología actual se las ingenia para preservar esos tesoros musicales. Agradezco eso, aunque no me lleve bien con la modernidad. Así, Peggy me habló desde el otro lado, me hizo algunas sugerencias, me indicó el camino menos truculento. Tan hermosa con su cabello platinado, sus rasgos tristes y la voz siempre pausada, tan particular en su registro.

Desde entonces tarareo esa canción sin vergüenza, sin ofrecer explicaciones. Algo hay allí que me llena de inspiración, que me permite avanzar sin ver lo que dejo atrás, a caminar por el lado soleado de la calle (otra canción memorable). Quizás se trate de una febril predisposición a no dejarme abatir por las circunstancias, a esperar por lo mejor, a no conformarme con menos de lo que espero; tal vez pueda ser la conclusión a la que han llegado mis padres por cuenta propia, sin videos de YouTube y cabezas platinadas que entonan canciones inmortales. Ellos bailan en la cocina, ajenos al mundo, desprendidos de lo que sucedió el año pasado, sonríen. Intento imitarlos de la mejor manera posible, así que me atrevo a cantar, miro el día a día con calma (no resignación), respiro. Y entono:

Is that all there is?, is that all there is?

If that's all there is my friends, then let's keep dancing

Let's break out the booze and have a ball

If that's all there is

9 de enero de 2011

Instrucciones para una carrera de 365 días.

  1. No olvide hidratarse. Beba mucha agua. Recuerde que más del 60% de nuestro cuerpo está compuesto de líquidos. Piense en un vehículo: se corre el riesgo de recalentamiento y usted no querrá verse en el hombrillo, envuelto en una nube de vapor. Reponga todo lo que pierde a través del sudor y otras expulsiones. Hay que ser enfático aquí: beba mucha agua. No lo olvide.
  1. Lleve un calzado adecuado para el camino. Es importante decidir lo que mejor le conviene antes de comenzar la carrera. Confíe en mí: usted querrá escapar a las torceduras, las ampollas, las molestias imprevistas y todo lo que pueda aminorar la marcha. Piense bien, escoja con cuidado, analice las ventajas y desventajas de un zapato hermoso o un zapato cómodo. Está bien concentrarse en el paisaje, pero no olvide pisar con firmeza, calzando bien, cómodamente. Y no olvide: lo barato sale caro, así que no se conforme con lo primero que vea.
  1. Evite el peso innecesario. No se sobrecargue con cosas inútiles. La mayoría de las veces no sabrá qué hacer con ellas y terminarán siendo un estorbo. Cargue encima sólo aquello que intuya imprescindible, valioso, práctico. Deshágase de lo superfluo. Sea honesto. Piense en todo lo que tiene por delante. Deje atrás lo que pueda representar un futuro obstáculo. Lo valorará cuando llegue el momento adecuado y sonreirá al saberse libre y ligero.
  1. No se distraiga con los demás corredores. Véalos, evalúe sus fortalezas y debilidades, pero no se concentre en ellos. Mire al frente. Sus pasos son únicos, así como el estilo para correr, el ritmo, la secuencia de pasos; cada camino es particular. Las ventajas que tiene el que corre junto a usted no necesariamente tienen que ser las suyas; el rendimiento tampoco, ni la fuerza que imprime en las rodillas. Respire hondo y visualice la meta. Vea el paisaje, si se le antoja, pero evite distracciones vanas. No se compare con los demás. Algunos tienen más experiencia que usted, otros apenas comienzan. Lo interesante es que todos avanzan en la misma dirección.
  1. Haga inspiraciones profundas cada cierto tiempo. La respiración es vital. No pierda aire en asuntos inútiles y pequeños. Llene sus pulmones con el gozo de cada tramo superado, cada recodo dejado a su espalda, cada esguince curado con decisión y prudencia. Oxigénese hasta el cansancio. No hay nada que una buena exhalación no solucione. Alcanzará un punto, si logra prestar atención, cuando sabrá qué vale la pena una buena inspiración. Lo otro es vulgar resuello.
  1. Fije la vista en la línea de llegada. Visualícese allí. Cierre los ojos durante un par de segundos y disfrute con la sensación de saberse ganador sin importar si es el primero o el último. Recuerde que lo importante es concursar, salir, atreverse a ir más allá de donde está ahora. Evite la inercia. Póngase en movimiento ya. Flexione los músculos. Deje la pereza. Salga de la cama. Párese de la mesa. Alce los brazos. Acuclíllese (porque el culillo aquí no cuenta para nada) para entonar.
  1. Si lo desea, puede hacer paradas programadas. Usted se conoce mejor que nadie; identifique sus límites, sepa hasta dónde puede llegar sin descanso, utilice la reserva. Cuando se detenga, no se pare de inmediato; camine un poco, flexione los tobillos, beba más agua, piense en lo que ha logrado y si quiere compárelo con la distancia que le queda. Haga balance de sus fuerzas y no pierda de vista la dirección propuesta. Digo esto porque es corriente la distracción, tirarse en el piso, seguir lateralmente, ponerse a conversar con otros que prefieren abandonar. Lo repito: hidrátese, respire profundo, pero no olvide que se corre hacia delante, nunca de lado ni en retroceso.
  1. Alcanzará un punto en el que pueda reconocer su ritmo ideal. Utilícelo. Válgase de él. Úselo en su favor. Es su propio paso. Ninguno de los demás se le parece. Esto también es muy importante. Si va muy rápido, desbocado, es probable que no se fije en algunos atajos valiosos que el camino ofrece de regalo detrás de alguna curva. No se trata de hacer trampas, sólo de saber manipular una ventaja antes de llegar a ella. Al contrario, si va muy despacio, corre el riesgo de terminar caminando; y seamos honestos: no tiene gracia competir así.
  1. Si quiere, lleve música con usted. Aprenda a seleccionar la banda sonora que se ajuste a sus escenas vitales. Improvise. Haga mezclas. Fusione elementos interesantes. Todo es válido en este campo. Cada quien puede adicionar ese acompañamiento, el asunto es descifrar las canciones que lo representen de la mejor forma. Incluso, según el caso, el ritmo se puede incrementar si logra una selección de temas adecuados. ¿Recuerda la tonada de “Chariots of fire”? Bueno, por ahí va el asunto.
  1. ¿Ya mencioné que debe hidratarse? Hay que se enfático en esto. Pero le sugiero también ser constante. Más allá de la música, las paradas para tomar aire, mirar al frente, valerse de los atajos, es imprescindible que alcance su propia línea de llegada. No desista. Puede ser que crea no poder más, que la idea de abandonar resulte atractiva, pero de una u otra forma lo lamentará. Créame en esto. Póngale empeño. Usted puede lograrlo. Tenga confianza en sus propios músculos. La sensación de haber alcanzado lo propuesto está llena de adrenalina y endorfinas y otras hormonas estimulantes. Arriésguese, deje la flojera, ¿qué puede perder?

3 de enero de 2011

Conos anaranjados.

Reza un dicho popular del llano venezolano: “Picado de culebra le tiene miedo a bejuco”. Viene a significar, de manera coloquial, ese temor residual que permanece luego de un tropiezo amargo o una experiencia desagradable. Algo parecido me sucedió ayer con una de esos puntos de seguridad en plena vía nacional. Uno ya está acostumbrado a leer sobre grupos de secuestro que se camuflan bajo un uniforme policial, extorsionadores, agentes que buscan redondear su quincena a través de la vulgarmente llamada matraca de carretera. Cuando observé la línea de conos anaranjados me concentré en apartar la vista y pensar en cosas bonitas. Pero no iba a resultar tan fácil. El coro de miradas hostiles pareció oler el miedo desde lejos; supongo que algo hay en ellos de esos salvajes depredadores que reconocen a su víctima apenas les ponen el ojo. Yo no corrí mejor suerte.

―A la derecha ―alzó la voz el último de los agentes.

Reconozco que creí haber escuchado mal, aunque temía lo peor. ¿Dijo “A la derecha”? ¿O mi paranoia acostumbrada malinterpretaba un sencillo “Siga derecho”? Vacilé durante un par de segundos. El agente volteó a verme cuando grité: “¿Perdón?”. Me miró con mayor hostilidad, si eso era posible, y movió la mano para indicarme el hombrillo de la vía. Hice una profunda inspiración y me preparé mentalmente para lo peor. No fui el único que vio trastocado su camino. A través del retrovisor pude ver que la hilera de vehículos se alargaba detrás del mío. Estiré la mano para buscar dentro de mi bolso y tener los documentos listos.

Mientras el agente caminaba hacia mí con paso lento (juraría que casi todos gozan con ese momentáneo poder sobre nosotros), sopesé la posibilidad de discutir con él. La mayoría (no es la primera vez que me sucede, de allí la renuencia a tropezar con “bejucos”) suele buscar pequeños detalles para justificar una multa. Una multa que no es más que su forma de negociar un acuerdo monetario bajo cuerda. Se trata de una danza verbal que tiene su coreografía específica. Él te increpa por tu falta de deber ciudadano, dice que no tiene otra opción más que sancionar la infracción, hace pausas significativas en el proceso, hasta que tú intuyes que es el momento ideal para preguntar si no existe otra opción, otra forma alternativa para evitar todo ese proceso.

El agente moverá la cabeza de un lado al otro, apretará los labios, comenzará a mirar hacia donde están sus compañeros, como si sopesara una respuesta que le muerde los labios; tú también hueles el amago de inseguridad, el “no sé… puede ser” que batalla dientes adentro. Entonces te zumbas, te lanzas en caída libre; digo esto porque se corre el riesgo de haber malinterpretado todas las señales, pero de diez casos, en nueve ocurre lo mismo: el policía, guardia nacional, soldado o fiscal de tránsito realizará un elaborado acto de prestidigitación para quitarte el dinero de las manos y separarse del vehículo con el ceño fruncido y elevando la voz para decir: “Está bien, puede continuar, ciudadano”.

Se trata de una práctica común del gentilicio venezolano. Todo tiene un precio, el asunto es calibrar el monto adecuado. El agente vacilará en algunos casos, pero casi todos terminan cayendo por el peso de su propia avaricia. En el fondo, hago el intento de no censurarlos: los pobres están muy mal pagados, deben pasar allí erguidos gran parte del día, bajo el sol, escudriñando la sabana para cazar a sus potenciales víctimas. Pero lo que calienta mi sangre es ese temor residual que permanece después del hecho. ¿Por qué existe ese ligero pánico ante un uniforme? ¿Por qué no podemos ser como en otros países donde estos agentes son servidores públicos y están allí sólo para ayudarte? ¿Por qué el debilitamiento en los tobillos ante una mirada marcial? Eso me molesta bastante.

Bueno, el asunto fue que el soldado (porque era un soldado) se acercó con calma hasta la ventana de mi carro. No quise verle la cara. Me limité a hurgar dentro del bolso para buscar los documentos necesarios y seguir mi camino lo más rápido posible. Tampoco quise mirarlo porque temí que descubriera lo molesto que me sentía. Me provocaba soltarle: “¿Cuál es el sentido de pararme a mí? ¿Por qué no se reúnen y allanan un barrio, coño? ¿Por qué no implementan medidas de seguridad ante la ingente ola de asaltos y secuestros en la frontera? ¿Por qué tenemos que pagar los pendejos mientras los delincuentes se salen con la suya? ¿Dónde estabas tú cuando los tres malvivientes se metieron en mi casa para robar? ¿Aquí, pidiendo cédulas y carnets de circulación? No me jodas.

―Buenas tardes, hermano ―dijo el soldado―. ¿Todo bien? Tienes tus papeles en regla, ¿verdad?

Asentí. Todavía mis manos se movían en una dirección y mis ojos en la otra, dentro del bolso; pero el tono de su voz consiguió abrirse camino entre las capas de ira que se iban acumulando. Me atreví a levantar la cara. Observé a un muchacho joven, curtido por el sol, sudado, con la mirada turbia de los que han pasado mucha necesidad. La molestia interna comenzó a deshacerse como la espuma.

―¿De dónde viene? ―dijo, sin alzar la voz. El tono era afable.

Le respondí de la misma forma, pero él no me dejó terminar:

―Mire, si no le importa colaborar con nosotros, con lo que pueda, si puede…

La reacción se tomó sus buenos dos segundos en hallar el camino hasta mi cara. Lo miré sin entender muy bien lo que decía, sin asimilarlo por completo. El soldado leyó bien mi expresión facial, incluso bajó más la voz.

―Sólo si puede, con algún sencillo. Es que, mire, a esta hora todavía no nos han traído el almuerzo. Usted disculpe… De verdad, sólo si no le importa. No es a juro…

Para ese momento, el resto de mi indignación se había evaporado junto al calor de la tarde. Comprobé en el reloj del tablero que faltaba un cuarto para las cuatro. No supe qué contestarle. Dejé el bolso a un lado y me agaché para recoger todo el sencillo que hubiera, todos los billetes sueltos, el cambio a mano para equis eventualidad. Prácticamente, le ofrecí todo el dinero en baja denominación que cargaba en el carro. Sé que todo esto suena ilógico después de haber escrito antes que me opongo a estas prácticas delincuenciales encubiertas, pero desearía poder transcribir aquí la expresión de aquel muchacho.

Pensé en su presidente, en las arengas televisadas, en el proyecto de combatir la corrupción, el hambre, la desidia; pero pudo más la mirada de hambre del soldado de turno. Una cosa es que me detengan con la idea de sacarme dinero a través de una jerga estúpida, con altanería, valiéndose de un uniforme; otra cosa muy distinta es comprobar la necesidad ajena, la humildad de atreverse a pedir sin nada que perder, la solidaridad bajo un sol que no da tregua. Todavía no sé si me contradigo al final de esta historia. El muchacho tomó el dinero con pulso inseguro y dejando caer un par de monedas dentro del carro. Él se permitió una sonrisa y yo lo imité. Agradecí en silencio por todo lo que tengo en casa, con mi familia, con la precaria paz mental que me deja un año turbulento y poco amable.

―Vaya, pues ―dijo el soldado―. Buen viaje. Gracias, hermano.

Me puse en marcha creyendo que había hecho mi acción de fin de año, una forma de devolver todo lo que el universo me ofrecía. Sigo sintiéndome incómodo ante la visión de unos conos anaranjados, pero ahora sé que la oveja no es tan mansa como se ve ni el león tan fiero como lo pintan. Hay gradaciones. Y eso es lo que cuenta en definitiva. No hay que juzgar al agente por su uniforme.