18 de diciembre de 2012

¿Vamos a seguir comprando pan?


Supongamos por un momento que usted va a una panadería a comprar pan. Es una actividad sencilla, sin complicaciones, donde se conoce bien lo que hay que hacer. Entonces la persona que lo atiende, luego de pedir su orden, le responde con un garrotazo; lógicamente usted pide hablar con el dueño, con la persona encargada de dirigir la panadería, y este señor viene y sin más le propina otro garrotazo. Lo más probable es que usted se sienta desorientado, incapaz de asimilar lo sucedido, y decide que no comprará más pan en ese sitio. Mucho después, le convencen para que regrese al mismo lugar y vuelva a comprar pan, pero al intentar hacer lo mismo que antes hizo, le asestan otro garrotazo (Manuel Rosales) y las escenas se repiten.

No obstante lo sucedido, a pesar del dolor residual de los primeros golpes, desoyendo la voz del sentido común, usted, como es una persona honesta y confiada, al ver la insistencia de sus amigos en decir que las condiciones están mejoradas en la susodicha panadería, accede a hacer sus compras en el mismo establecimiento, aunque una vocecita interior le advierte que se mantenga alerta; pero como ve la cantidad de gente que también se cree la promesa del cambio en la atención, lo más fácil es seguir la corriente y prepararse para hacer su pedido. ¿Cuál es la sorpresa? Ninguna. Usted vuelve a recibir otro leñazo (Henrique Capriles), más contundente, si se quiere, y entonces (una reacción natural) decide botar tierrita y decidir que no comprará más pan en esa panadería. Bastante sencillo, ¿no?

Estoy seguro de que existen analogías mejores, análisis más sesudos sobre lo que pasó en las últimas elecciones venezolanas, pero a mí no me gusta complicarme la vida. Intento mirar más allá de los números y las explicaciones académicas; puede ser un punto de vista simplista, no lo niego, pero creo que no tenemos porqué enredar lo que no está enredado. Piense, piense un poco y pregúntese: ¿a cuántas elecciones hemos asistido?, ¿dónde están las garantías blindadas?, ¿quién se encarga de defender hasta el último voto frente al dueño de la panadería? Muchos critican que numerosas gobernaciones se perdieron debido a la abstención, y, ojo, no lo justifico, pero sí lo entiendo. ¿Qué esperaban? ¿Creyeron que después de la zaparrapanda de garrotazos recibidos en octubre, la gente saliera sonriente a votar ahora? Existe algo que se llama ratón moral, y muchos (muchísimos) lo sentimos al saber el resultado de las elecciones presidenciales y la tibieza con que la oposición asumió su derrota.

Desde mi trinchera, el asunto sigue siendo sencillo. No se trata de supurar por la herida, no se trata de no querer ver la realidad, no se trata de edulcorar el amargo trago de una derrota, no; reconozco que no soy político, ni pretendo hacer análisis políticos sobre lo que sigue sucediendo, pero, carajo, uno lee los periódicos, oye las declaraciones, piensa en lo que pasa, y medianamente trata de mirar más allá del humo que queda después de cada y-que-sufragio. ¿Ustedes no sienten que a pesar del tiempo transcurrido, de las elecciones superadas, seguimos estancados en el mismo fango? ¿Ustedes creen que la gente es tonta? Yo entiendo que prefieran el facilismo con el que los tienta el Gobierno, pero la gente no es tonta. Esa cantidad de muertos que se acumulan cada semana, ¿ustedes creen que son oligarcas y burgueses que se echan plomo porque están aburridos de contar su dinero? No me jodan.

Muchos creemos que la Oposición sigue confiada en que se enfrenta a un adversario que respeta las reglas. Muchos creemos que la pasividad opositora (ese corrido rumor de que se reconoce una rápida derrota para evitar derramamientos de sangre, como si no corriera ya campantemente) es permisiva. Muchos creemos que el árbitro no es imparcial, pero nadie hace algo sensato para remediarlo. Es más: si reconocemos que el susodicho árbitro no es imparcial, ¿para qué seguimos yendo a la misma panadería una y otra vez? Hay decisiones incomprensibles para mí. Tal vez cualquiera de ustedes me diga que continuamos votando porque no existe otra opción, porque hay que seguir las reglas del juego, porque hay que ser democrático. Y estoy de acuerdo, claro, pero eso funciona si el dueño de la panadería también cree que debemos atenernos a las reglas democráticas, ¿no?

El punto es que estoy molesto. Me siento decepcionado, burlado, utilizado, con mis derechos pisoteados, porque la dirigencia opositora pareciera que prefiriese seguir jugando, manteniendo un fulano equilibrio que no existe, apareciendo cada vez más como una entelequia que sólo ofrece promesas y planes futuros, pero nada hace para remediar este farragoso presente. Yo no digo que aplauda una solución no democrática, un golpe militar o una vaina de esas, porque pienso que no somos animales en plena jungla; pero sí creo que hemos sido demasiado permisibles con la conducta del otro, del que adversamos políticamente, y que seguir poniendo las mejillas es una decisión ilógica si quien nos pide que la pongamos no hace nada para garantizar que no nos salgan con otro garrotazo. Bajo esa luz, entiendo (ojo, lo entiendo, pero no lo comparto) la idea de evadir una responsabilidad porque unos y otros ya sabemos lo que va a pasar. Y si lo sabemos, ¿para qué perder el tiempo en asistir a un remedo que nada soluciona?

¿Usted no oyó las justificaciones? Frases como: ¿para qué votar si ellos igual van a ganar?, ¿para qué hacer una cola si ya los resultados están maquillados? Es decir: ¿para qué ir a comprar pan si ya tengo varios chichones? La verdad, créanme que entiendo bien y por eso no critico ferozmente a los que decidieron no asistir a las elecciones del pasado domingo. Quizás mañana alguien me lo explique bajo otro punto de vista y lo entienda mejor; quizás mañana descubra cuán equivocado estoy ahora; quizás pasado mañana logre ver más allá de la rabia y la incomprensión; quizás el mes que viene (si sobrevivimos al cataclismo del 21) la luz se haga y diga “Bueno, si hubiese sabido esto antes…”; pero justo en este momento me siento muy, muy decepcionado, y no logro asimilar tanta flaccidez opositora.

Entonces lo que queda es lamerse las heridas y lamentarse de que seamos un país tan hermoso, tan cálido, tan amable, pero al mismo tiempo tan cortoplacista, tan vivo-pendejo, tan conformista, tan reacio a trabajar duro y devolverle el garrotazo al dueño de la panadería pero con planes inteligentes y adecuados a la realidad mugrienta de la panadería. A este paso, creo que será muy difícil que vayamos a comprar más pan cuando nos inviten de nuevo. 

24 de noviembre de 2012

Incoherencias y desahogos.


Acabo de inyectar a mi madre. Ella se queja un poco y asume una postura fetal en la cama. En mi mente chillan todavía los fragmentos que he leído sobre la violación en la cárcel de María Lourdes Afiuni. Pienso que el segundo nombre de mi madre también es Lourdes. Pienso que estoy frente a una mujer disminuida, enferma, adolorida. Pienso que la piel de su cuerpo es muy blanca, muy suave, muy débil. Los escritores tenemos una mente muy febril, nos inventamos imágenes que no están allí con bastante facilidad. Entonces pienso que mi madre pudo apellidarse Afiuni, estar encarcelada, sufrir la tortura y la vejación que esa mujer padeció. Se me hace un nudo en la garganta y aparto la cara, aprieto la inyectadora con fuerza y lo primero que me provoca es clavársela en la frente al primero que venga a decirme que maximizo la situación, que la saco de proporción. Sé que es un pensamiento negativo, mala vibra, y dura poco, pero no puedo evitarlo.

¿Por qué nos pasa esto? ¿Por qué nos sigue pasando? ¿Dónde están las excusas, las justificaciones? Luego pensé en algo más. ¿Quién está al frente de la Defensoría del Pueblo? Una mujer. ¿Quién dirige la Fiscalía General? Otra mujer. ¿Y el Tribunal Supremo de Justicia? ¡Otra mujer! Sin mencionar el Ministerio del Poder Popular para la Mujer y la Igualdad de Género. En fin, ¿cuántas mujeres hay ocupando altos cargos en este infeliz Gobierno? ¿Y ellas qué dicen, qué hacen? ¿Cuál es la respuesta ante esta situación? Prefiero pensar en otra cosa, antes de reventar la inyectadora que todavía sostengo.

Pienso, mientras camino de regreso a la cocina, que estamos anestesiados, que parecemos zombies en una mala película de horror, que seguimos prefiriendo mirar hacia otro lado porque no nos afecta directamente; pero la idea de que pudo tratarse de mi madre es intensa, me descompone, tiemblo un poco ante la mezcla de indignación y arrechera, sí, arrechera, porque no hay otra palabra que defina mejor mi estado de ánimo. Si hubiese sido mi madre, allí, tan enferma como la jueza, ¿qué le diría?, ¿qué frases trilladas usaría conforme acaricio el poco cabello que le está naciendo otra vez?, ¿le digo que todo esto pasará, que lo olvidará algún día?, ¿miento y sugiero acudir a una terapia, a un especialista que la ayude a cubrir la herida tan profunda con una curita? Pienso en el desequilibrio que la atormentó después del asalto que sufrimos en la casa, mientras uno de los malandros acariciaba sus senos con el cañón del revólver, y toda esa arrechera se confabula con la arrechera que siento ahora, se maximiza, se expande, y lo único que se me ocurre es venir y escribir sobre lo que tengo entre pecho y espalda, porque de otra forma me pararía en el balcón a pegar gritos para desahogar mi arrechera (sí, lo vuelvo a decir, sigo arrecho).

¿Qué nos pasó? ¿Dónde está la fractura? ¿Dónde se hizo el quiebre y no nos dimos cuenta? ¿Por qué la apatía, el desasosiego sordo que optamos por ignorar? ¿Todo esto pasa porque él o ella (las víctimas) no somos nosotros mismos, porque no nos chispea de inmediato? ¿Y qué vamos a esperar, que el tren nos lleve por delante? ¿Por qué el maldito silencio, por qué la maldita apatía, coño? Y espero que mis amistades chavistas, las pocas que me quedan, tengan la vergüenza de mantenerse ajenos a mi frustración, que no me vengan con excusas fallidas, porque no tienen peso. ¿Qué dice Iris Varela? ¿Qué piensa Iris Varela? Seguro piensa que se lo tiene bien merecido, sin acordarse de que ella también es madre, que su hija podría pasar por algo tan lamentable. ¿Y la mamá de María Lourdes? ¿Y su hija? ¿Ella sentirá la misma arrechera que me nubla a mí ahora? No, creo que la subestimo; si yo fuera la hija de María Lourdes… no, mejor ni pensarlo.

Tengo miedo que lo que sufrió la jueza en su encarcelamiento pase a formar parte de nuestro folklore nacional, de esas historias o anécdotas que compartimos mientras esperamos a que nos entreguen el pan que compramos o que la cola para pagar la luz y el agua siga avanzando. ¿Y Brito? ¿Alguien se acuerda de Brito? Temo que le echemos tierrita al asunto, para no alterar la precaria situación en la que vivimos y sigamos como si nada hubiese pasado, como hicimos con Brito. Pero mientras sigamos ignorando a los Brito y a las Afiuni de este país, mientras sigamos mirando hacia otra parte, mientras escojamos cruzarnos de brazos y no meternos en cuestiones ajenas, seguiremos inmersos en este hoyo negro que llamamos país y patria. Yo no sé ustedes, pero mi arrechera es inmensa, es mayúscula, estoy lleno de indignación e impotencia. Escribo incoherencias, también lo sé; pero escribir es mi única fuente de desahogo actual, así que perdónenme la descarga.

Y sí, sigo arrecho.

14 de octubre de 2012

Cruzar la calle.

―Pero antes tenemos que pasar por el cajero ―dijo Mary O.
―Ay, mana ―dijo la Gorda―, ¿para qué? Nosotros te invitamos.
―No, vale, es que quiero sacar plata para no irme limpia. Recuerda que en lo que me encierre en la finca no salgo más.
―Verdad ―dijo la Gorda.
―Vamos al banco de Venezuela, por fa.

Suelo decir que San Juan de los Morros tiene dos calles, una frase jocosa para explicar que se trata de una localidad encabalgada entre dos términos: es un pueblo grande y una ciudad pequeña, que sigue adelante porque sí, porque es capital de estado y porque la mayoría de sus habitantes vive de trabajar para el gobierno central. Esa noche quisimos agasajar a Mary O. debido a su cumpleaños. La idea era probar un restaurante de comida árabe que inauguraron recientemente; pero poco antes de llegar a la esquina del banco de Venezuela, en una intersección, se agudizó el bullicio de algunos motorizados. De pronto aparecieron entre el tráfico del final de la tarde, como un enjambre de moscas que se desplaza con velocidad entre pitidos y cornetas estridentes. El flujo de vehículos se detuvo, dejando que aquél enjambre pasara ronroneando, gritando, un ejército gozoso que celebraba el triunfo de su candidato presidencial. Iban vestidos de rojo, llevaban banderas rojas y lo único que faltaba, pensé, era que las motos también lucieran el mismo color.

―A la verga, ¿qué es eso? ―dijo la cumpleañera.
―Los malvados chavistas ―dijo la Gorda desde el asiento de atrás―, celebrando no sé qué coño, será la falta de viviendas, la delincuencia, la estupidez de un sistema que premia la ineficacia. Míralos: poseídos, hasta borrachos deben estar. Chavistas del coño…

Miré todo con las manos sobre el volante, como si las imágenes se produjeran en cámara lenta. Los motorizados aumentaban su número exponencialmente, aparecían aquí y allá, detrás de un autobús, por un costado de la camioneta, alterando lo que de otra forma hubiese sido un crepúsculo anodino en el pueblo. Y al final el enjambre se puso en marcha, formando una caravana rojiza que vociferaba consignas políticas por encima del rugido de sus saltamontes de metal. La sensación que flotaba en el ambiente era de puro resentimiento, de revanchismo, de triunfo mal ganado, pero no dije nada.

―Dale, pues ―dijo la Gorda―, antes de que el resto de la caravana aparezca.
―¿Y hay más? ―preguntó Mary O. con los ojos bien abiertos.
―Claro, Mary ―dijo la Gorda―, lo que estaban era armando el zafarrancho. ¿Por qué no tiraron la caravana el domingo en la noche? ¿Por qué no celebraron? Porque hasta ellos mismos saben que nos robaron los votos, chica.
―Ay, Gorda…
―¡Es así, vale! ¿Cómo es posible que después de tanto desastre, después de lo que pasó en Amuay, y el puente de Cúpira y en El Palito, ese desgraciado salga ganando? O nos hicieron trampas o es que la gente de este país es bien, pero bien bruta ―y la última palabra sonó con un filo diferente, despectivo, como un escupitajo.
―Bueno, mira: hay mucha gente que depende de las ayudas sociales, de lo que el Gobierno les da, porque nunca antes se ocuparon de ellos. Hay que considerar eso, Gorda. Tú, porque vives en tu apartamento, con tu sueldo de jubilada, chama, sin pasar trabajo, pero ¿cuántos no hay que no tienen para comprar comida sino en los abastos que Chávez les organizó? La vaina es arrecha, mi pana. Y hay que considerar todo eso.
―¡Son unos malandros!
―Bueno ―siguió Mary O. conciliando―, pero no puedes ignorar las carencias que esa gente tiene, chama. Es muy arrecho. Yo no digo que esté de acuerdo, pero… coño, es arrecho. Mira la vaina.

La esquina del banco de Venezuela quedaba a una cuadra de donde nos habíamos detenido, pero el movimiento vehicular se hizo lento debido a las motos rezagadas que aparecían zumbando como moscones molestos. Conseguí estacionarme casi frente al banco y esperé mientras mis amigas sacaban dinero del cajero automático de la sucursal. Allí me alcanzó el resto de la caravana chavista. Una larga y ruidosa marea de vehículos y motos que coreaba el nombre del Presidente y agitaba banderas rojas con fastidiosa lentitud. La calma habitual de San Juan se alteró por la desacostumbrada mezcla de sonidos y colores en la creciente oscuridad. La Gorda y Mary O. observaron el despliegue de reojo, mientras yo calculaba mentalmente las maniobras con el volante para salir de allí e incorporarme de nuevo al tráfico de la Avenida Bolívar.

―¿Y ahora? ―pregunté cuando ellas regresaron.
―Bueno, primero hay que salir de aquí ―dijo Mary O.

La Gorda se entretuvo hablando por su celular. Entre la ráfaga de palabras pude entender que discutía con Titi sobre la mejor vía para llegar al restaurant árabe. Le pedí que me indicara si venían carros o no, para poder retroceder, pero me avinagré al chocar con su indiferencia y el flujo de banderolas rojizas que me impedía salir de allí. Entre el ruido, el congestionamiento, la incertidumbre de cuál sería la mejor manera de dar un rodeo y llegar al sitio donde comeríamos, terminé de perder la paciencia. El edificio donde ahora vivimos queda justo al frente del banco de Venezuela, así que tuve que dar la vuelta a la manzana para volver al mismo sitio. El ulular de una ambulancia terminó de poner mis nervios de punta. A estas alturas quizás sería prudente confesar que no me gusta manejar con tanto embotellamiento alrededor, por eso evito ir a Caracas a menos que sea necesario. La ambulancia intentaba abrirse paso entre la discordancia de vehículos, y apenas pudo pasarme por un lado seguí mi instinto y me pegué a su puerta trasera. Había que cruzar la marea chavista que inundaba la Avenida Bolívar. Un par de policías municipales apareció no sé de dónde y se enfrentaron al caos de luces y metal y cornetas para dejar paso a la ambulancia chillona.

―¿Te vas a meter? ―preguntó Mary O. con las cejas alzadas.
―¡De bolas!

La maniobra se asemejó a lanzarse a una corriente de agua revuelta. Algunas motos hicieron caso omiso a los policías y casi me chocaron, pero pude conservar la cordura y la cercanía con la ambulancia hasta que cruzamos la avenida. En la otra orilla, todavía con las manos aferrando con fuerza el volante, pude respirar mejor al saber que estábamos a un paso de entrar al estacionamiento subterráneo del edificio. Y escapar del bullicio, de las luces altas en el retrovisor, de las motos zigzagueando entre bocinazos descontrolados, del ulular de la ambulancia, de la música estridente alabando al candidato ganador, de Mary O. en un monólogo repetitivo y la Gorda dando gritos por el celular. Lo mejor era dejar la camioneta en el estacionamiento y seguir a pie, porque el restaurante estaba a dos cuadras del edificio, por la calle de atrás.

―¿De verdad vas a caminar? ―quiso saber la cumpleañera.
―Lo prefiero ―dije―. El tráfico y la caravana y las motos me tienen al borde.

La calle lateral por la que caminamos tenía una extraña calma en comparación con el desbarajuste de la avenida principal, casi silenciosa, como si las cornetas y pitos fueran de un mundo lejano, ajeno a nuestros pasos en silencio; pero al llegar a la siguiente esquina, la calle que baja ―ya dije que San Juan tiene dos calles― estaba repleta de camiones y motos con las mismas consignas políticas triunfalistas. Las luces de los camiones nos encandilaron al principio, pero nos mantuvimos en línea recta sobre la acera, sabiendo que el restaurante no estaba lejos. De pronto, alguien, no vi de quién se trataba, gritó sobre la música y entre las banderas que se agitaban enardecidas. «¡Mira: unos majunches! ¡Majunches! ¡MAJUNCHES!», y casi pude percibir cómo el pánico se esparcía entre nosotros mientras las risas y los silbidos nos aguijoneaban con desprecio; luego, conforme los camiones se detenían debido al congestionamiento, la algarabía se intensificó.

―Hay que cruzar la calle ―dijo Mary O., ladeando la cabeza por encima del hombro, delante de mí.

En ese preciso momento, antes de responderle, sentí el golpe húmedo sobre mi brazo izquierdo, y después otro alcanzando mi mano. Los disparos líquidos salpicaron la calle y la acera sin contemplación. La Gorda fue la primera en intentar cruzar hacia la otra acera y algo en sus pasos me obligó a pensar en las imágenes que había visto en algún documental de National Geographic sobre los animales que se arriesgaban a superar la barrera de un río lleno de cocodrilos. Tuve mucho miedo, lo confieso; aunque no quise decir nada a mis amigas para no exacerbar los ánimos. La gente en los camiones siguió escupiéndonos sin importarles que ninguno levantáramos la vista. Cruzamos la calle, entre dos camiones, lo más rápido que pudimos, pero sin perder la calma aparente que nos protegía de la balacera de saliva e improperios que manchaba el pavimento.

Titi nos esperaba en la puerta del local de comida árabe, ajena a lo sucedido. Mary O. entró sin saludarla, con la Gorda pegada a sus talones y yo limpiando mi brazo con un pañuelo que llevaba en el bolso. La cara de Titi era un enorme signo de interrogación, pero ninguno quiso hablar de lo sucedido mientras buscábamos una mesa libre. Dentro del restaurante, la algarabía de la concentración oficialista se escuchaba menos. Ya en la mesa, junto a una muchacha sosteniendo un bloc de notas diminuto, se rompió el desequilibrio.

―No quiero comer ―dijo Mary O.
―Yo tampoco ―dijo la Gorda.
―¿Por qué? ¿Qué pasó? ―quiso saber Titi.
―Deja que revisemos la carta ―dije a la empleada― y luego ordenamos, ¿sí?

Ella se alejó con la mirada cansada. Titi repitió sus preguntas y le expliqué que la gente de la caravana nos había insultado y escupido al cruzar la calle. Titi se limitó a alzar las cejas, sin decir nada, alternando la mirada de uno en uno, esperando.

―¡Malditos chavistas, chica! ―dijo la Gorda, con la piel alrededor de los ojos tensa, prensada sobre los huesos―. Por eso es que este país no surge, ¿cómo, pues?, con esos mamagüevos en el poder, celebrando las miserias y las migajas que reciben. ¡Qué arrechera tan grande tengo, nojoda!
―Ya, gordita, ya ―dijo Mary O.―. Olvídate de eso. Agradece al menos que no se pusieran brutos. Pudo ser peor. Seguro estaban bebiendo…
―¡Esa no es excusa, Mary!
―Bueno, chama, yo sé; ¿qué quieres que te diga?
―Sé que es una locura ―dije―, pero todo esto me hizo pensar en los judíos.

Mis amigas me observaron con descrédito. Es un poco incómodo que después de tantos años, todavía no se acostumbren a mis peculiares conexiones mentales, donde una fotografía, un olor, una palabra cualquiera, puede activar mi imaginación y llevarme por caminos intangibles e inciertos.

―¿Judíos? ―dijo Titi.
―Sí. Mientras cruzábamos la calle me acordé de los documentales que he visto en el History Channel, sobre la Alemania nazi. Ya va, ya va ―dije cuando iban a interrumpirme―, no digo que sea lo mismo, claro que no; pero imaginé que así debieron sentirse ellos con los nazis humillándolos y empujándolos en las calles de Berlín, al principio. Qué feo debe haber sido.
―Es arrecho ―dijo Mary O. ―, pero una vaina no tiene nada que ver con la otra.
―Yo sé. Pero me impresionó mucho percibir la contundencia del desprecio, del odio mal disimulado, como si la negatividad fuera la consigna.
―¡Claro! ―dijo la Gorda―. ¿Tú no lo has oído cuando lanza sus cadenas? Ese marico lo que destila es puro veneno, puro resentimiento, y esa vaina se contagia; el mal que le han hecho a este país es muy grande, nojoda. Malditos chavistas.

La empleada del restaurante se acercó.

―¿Ya van a ordenar?
―No sé. No tengo hambre ―dijo Mary O.
―Yo quiero un jugo ―dijo la Gorda.
―Pensé que íbamos a comer ―terció Titi.
―Yo también quiero un jugo ―dije―. ¿Tienen de naranja?
―O mejor un Nestea ―dijo la Gorda.
―Se me quitó el hambre, chama ―suspiró Mary O.
―Un Nestea y un jugo de naranja. ¿Titi?
―¿Y no vamos a comer, pues?
―Un Nestea y un jugo de naranja ―repetí―. Gracias.

La muchacha se alejó de nuevo con sus párpados cansados.

13 de mayo de 2012

A propósito del día de las madres...


Todos nos hemos enamorado alguna vez. Quien diga que nunca se ha sentido debilitado por una pasión desmedida es un soberano embustero. Pienso ahora en la sudoración en las manos, el ritmo cardíaco acelerado antes de un encuentro, el vacío en la boca del estómago frente a un tropiezo callejero inesperado con esa otra persona. Todo suma, nada resta. Y enamorarse en la juventud es mucho más arriesgado porque se carece de la experiencia que brindan los años. El punto es que yo andaba descocado, allá en la mitad de mis 20’s, por una piel lechosa y unos ojos aguarapados. Todo giraba en torno a esa mirada larga, los gestos ambivalentes frente a mi rostro y la inminente posibilidad de un beso postergado. Mañana, tarde y noche se amalgamaban en el mismo deseo por sumergirme bajo esa carne sonrosada y tibia. Vainas de muchacho, pues.

Después de varios meses de ambiguo acercamiento y alejamiento, disfrutando del juego de una seducción progresiva, choqué de frente con una realidad incómoda: estaba enamorado solo. Hice lo indecible por llamar su atención de nuevo, por mostrarme interesante, decir frases luminosas y lisonjeras, pero nada. Nada. Me consumía bajo el peso de la frustración sentimental. ¿Hay algo más punzante que un corazón caprichoso? Y los sucesivos y lentos encuentros tampoco ayudaron. Seguimos siendo amigos, amigos igual que en las canciones donde te cuentan incluso las penas por otro amor no correspondido, y yo ahí, como un pendejo, escuchando sus quejas, queriendo creer que en cualquier momento se voltearía la tortilla y los párpados se alzarían para mirarme de frente y reconocer eso que yo tenía y quería ofrecer. Pero nada. Nada. Meses muertos de un año indeterminado.

Una noche, después de salir en grupo, intenté acercarme de nuevo, envalentonado por unos tragos de vodka sin jugo de naranja. La declaración fue torpe, arriesgada, ingenua, porque ya mi cuerpo no aguantaba más dilaciones y silencios. Tener que vernos casi todas las noches y saber que había un muro entre nosotros se hizo insoportable. Todavía me gustaba creer en el poder del verbo honesto, del corazón desnudo y los benditos finales felices. Y lo juro que hasta el último momento creí que podía salirme con la mía. El amor todo lo vence, me decía en susurros antes de lanzarme de cabeza por aquel barranco emocional. Por supuesto, salí con las tablas en la cabeza, ¿para qué negarlo? Todo lo que obtuve fue un ceño fruncido y unas palabras altaneras que se suponía eran para ubicarme en el espacio. Eso me pasaba por pendejo, me dije casi enseguida, cabizbajo, mientras recogía lo poco que quedaba de mi dignidad maltrecha. Santo remedio.

Esa misma noche, mucho después, me conseguí con una buena amiga, una de ésas que te pone la vida en el camino para ayudarte a ordenar los estropicios y sacudirte el polvo de la caída. Ella me escuchó en silencio, asintiendo una que otra vez, sin apartar los ojos de mis lloriqueos. Porque lloré, no me avergüenza decirlo; lloré con amargura, con desesperación, como si la existencia se me acabara al romper el alba, sin medir la calidad del melodrama que desplegaba infantilmente frente a ella. Me sentía muy mal, muy cansado, muy abatido para creer que al día siguiente podía ver todo bajo otra perspectiva diferente. Lo único que importaba era el dolor agudo que me cortaba la respiración, el mismo que se transformaba en oleadas de malestar físico que rebotaban por todo mi cuerpo. Entonces, ella habló.

Preguntó si yo recordaba que su madre había muerto pocos meses atrás, y dije que sí, entre sorbos de moco mal disimulados. Sin dejar de verme, dijo que tener a mi madre viva era un privilegio muy grande, porque podía abrazarla y besarla y hablar con ella al regresar a mi casa, pero que en su caso ya eso no era posible. Recordó lo mucho que esa pérdida la había afectado, y que aún lo hacía, de vez en cuando; pero enfatizó de nuevo que mi madre seguía viva y era la única que, si nos poníamos a ver, se merecía mis infatigables lágrimas. Luego mi llanto cesó como si hubiesen cerrado la llave del grifo. Nos vimos en silencio; supongo que mi amiga esperaba a que la luz se abriera entre tantas nubes oscuras. Y lo hizo, claro que sí.

Me sentí tan estúpido, tan trivial, tan despojado de todas mis seguridades. Ella tenía razón: mi madre estaba viva, la mujer que me había dado la vida, la misma que me aceptaba sin reservas ni recelos, que tan poco pedía a cambio por abrazarme en medio de refunfuños y músculos tensos de mi parte, y que creía en mí ciegamente. Mi madre. Pensé en la ternura de sus brazos, en la mirada serena de sus ojos, en la absoluta certeza de saber que ella intuía mis pensamientos incluso antes de que yo los pronunciara. Ella estaba viva, en mi casa, tal vez preparando el café tan sabroso que hacía al amanecer. Y sentí vergüenza, también, porque mi amiga ya no podía disfrutar de la suya con tanta facilidad. De pronto mis lágrimas se volvieron fatuas, incluso innecesarias, porque el mazazo me había devuelto la cordura perdida ante una pasión que no era correspondida.

Tienes razón, le dije. Nos abrazamos muy fuerte. Y antes de despedirnos le hice una promesa: jamás volvería a llorar así mientras mi madre estuviera viva, la única que se merecía un despliegue tan abrumador de llanto y desespero. Eso nunca lo olvidé, hasta el sol de hoy. Creo que en el fondo, mi amiga no sabe cuánto me ayudó. Y desde entonces, nadie, nadie, ninguna belleza pasajera, ninguna beldad divina, ningún parpadeo nervioso, ni siquiera otras pasiones similares y memorables, me ha hecho romper esa férrea promesa. Tampoco creo que lo haga a estas alturas. Hay prioridades que quedan marcadas para siempre encima de los lagrimales. 

11 de mayo de 2012

Sobre el Jamming de Escritura


El acto de escribir, desde un punto de vista creativo, suele ser una experiencia solitaria y silenciosa. El autor (o autora, no nos enredemos en pronombres) utiliza la ausencia de distracciones visuales y sonoras para concentrarse en el texto que va surgiendo, no sin esfuerzo, para ser plasmado en el papel o en la pantalla de la computadora. Lo importante en este caso es la concentración que surge en ese momento ideal y la batalla que se realiza consigo mismo. Por lo general, el autor avanza con pequeños pasos y muchos tropiezos; tropiezos que son necesarios para que el escrito adquiera la pátina idónea que asienta los colores imaginativos que agrega, o pretende agregar a lo que se escribe. Se trata de un proceso lento y quisquilloso, donde lograr dos párrafos satisfactorios es motivo de sosegado júbilo. A ese mismo texto o página se vuelve más tarde, con la posibilidad amarga de descubrir que lo avanzado es superfluo o innecesario, entonces hay que borrar y comenzar de nuevo. En la escritura no hay certezas definitivas; si acaso, líneas ganadas a la página en blanco.

Cuando Noelia Depaoli me escribió para invitarme a participar en el Jam de Escritura del Festival de Lectura de Chacao, volví a pensar en todo esto. La actividad en sí misma era como una contradicción al proceso creativo al que estoy acostumbrado. Escribir en público y con una banda musical amenizando mis letras, sin contar con la presencia y la mirada inmediata de los asistentes al festival, casi equivalían a una tajante negativa. Uno tiene sus manías y caprichos escriturales; por ejemplo, yo prefiero escribir en silencio o acompañado con la voz de Maria Callas en cualquiera de sus exquisitas arias, a solas, en mi estudio, rodeado de los libros que tanto me inspiran y susurran. Suelo hacerlo temprano en la mañana o tarde en la noche, incluso hasta la madrugada. Me detengo a fumar un cigarrillo, beber una taza de café frío u hojear algún volumen a mano que me ayude a separar la atención del texto que tengo entre ceja y ceja. Voy y vengo, sin apresuramientos, sin miradas acuciosas, sin presiones. Es mi rutina, y la disfruto mucho. Soy un hombre de costumbres establecidas, si se quiere. No lo niego.

Pero la bella Noelia insistió. Y una parte de mí se sintió tentada a experimentar con algo diferente, distinto a lo acostumbrado. Lo hablamos, lo hablamos mucho, por teléfono, y ella entre risas le restó importancia a mis temores e inseguridades. Ciertamente, es una mujer decidida y emprendedora. Luego, tras dos semanas de dormir sobre el asunto, dije que sí; no porque quisiera darme importancia, sino debido al pánico que resulta de sentarse frente a un público con expectativas y parir un texto improvisado. Sucede también que mi proceso es lento, madurativo, y una vez que la idea principal está definida suelo construir a su alrededor con bastante calma, como si armara un rompecabezas o me entretuviera en hilar una telaraña, cuidando muy bien las puntadas de la red para que sea invisible al ojo del lector. Bueno, digamos que lo intento. ¿Pero qué sucede cuando una descarga de adrenalina empuja las palabras sobre la pantalla en blanco? Muy pronto iba a descubrirlo.

Mi compañero de jamming iba a ser Ricardo Ramírez Requena, un hombre al que respeto mucho por la calidad de sus letras y planteamientos, por la seriedad de sus notas literarias, y me satisfizo compartir espacio con él porque es un autor venezolano que no se atraganta con su propio nombre, porque no es un divo amante de las fotografías ni de las lisonjas ajenas; pero al mismo tiempo, sin mencionarlo, empujaba la balanza de mis inseguridades porque significaba también hacer el esfuerzo de estar a la altura de su compañía y del evento en sí. Proyectándome en el futuro, podía sentir el peso de los ojos de Noelia, de Ricardo, de los muchachos de la banda, de todos los asistentes, y eso me sacaba temblores involuntarios, lo confieso; no obstante, sabía que ya no era posible decir que no.

A pesar de todas mis reservas, decidí entregarme a la energía reinante esa tarde, ya estando en Caracas. Me concentré en la gente que deambulaba por la plaza mientras me fumaba un cigarrillo. Mis pupilas pasaron del heladero anclado en una esquina, con sus ceñidos zapatos de cuero marrón a la señora de postura erguida que miraba desde afuera a los concurrentes; me fijé en los niños que corrían felices con libros mientras sus padres intentaban llevarles el paso, y las parejas que iban tomadas de las manos, enamoradas del amor y de la literatura que los convocaba; también sonreí ante la visión de un anciano que se quejaba del peso de sus compras, pero eso no evitaba cierto regocijo en su mirada ante la perspectiva de las lecturas por disfrutar. Todo estaba allí, ante mis ojos, al alcance de mis dedos. La vida misma, la plaza, la gente, la pulsión de la ciudad, el paréntesis que significaba el festival de lectura al que nos habían invitado a participar.

Respiré profundo, con la última calada del cigarrillo, cuando decidí que podía valerme de eso para escribir mi nota, la improvisación que le prometiera a Noelia. Antes estaba en blanco, temeroso, inseguro; pero el crepúsculo me regalaba una inspiración con la que no contaba. Agradecí en silencio por ese inesperado detalle, esa visualización que me alcanzaba en el mejor momento. Y entonces me desconecté. Quise fijarme en la gente, el bullicio, el ruido del tráfico, en el sonido que serviría como banda sonora a mi escrito. Dejé que la ciudad me sedujera con sus murmullos entrecortados. Porque supe que la ciudad quería ser contada, narrada, descrita, a través de todas las personas que se cruzaban justo en ese preciso momento. Todo lo que tenía que hacer era levantar la vista y tomar con pinzas determinados detalles, aquí y allá, y fluir con el ritmo que dictaba la urbe a nuestro alrededor. No sabía sobre qué escribiría Ricardo, tampoco estaba seguro sobre la forma en que Noelia recibiría mi improvisación, pero decidí seguir el instinto que me susurraba con letras cruzadas.

Lo importante, en todo caso, según pude descubrir después, fue la entrega a la que todos estuvimos dispuestos. Los ciudadanos convertidos en lectores, la banda musical en acompañantes, el escritor en un artífice de frases encadenadas al rojo vivo; una permutación que nos arrastró sin pedir permiso. La interacción directa entre unos y otros, donde el público accedió al artificio del que se vale el autor para crear y el autor se llenó de la energía que salpicaba los movimientos sobre el teclado. La pared silenciosa estaba rota, en el piso, derribada. Luego vinieron los aplausos, las sonrisas, la ausencia de negatividad paupérrima de la que tanto se quejan algunos; al menos, yo lo viví así. Porque lo relevante no era que el público aplaudiera, sino la comprobación de un paréntesis alegre en medio de tanto caos e incertidumbre. Creo que todos salimos con las manos llenas, de una u otra forma.

Ricardo, en una nota aparte, se ha concentrado más en la experiencia del jamming. Yo lo hago desde mi punto de vista, señalando las emociones y sensaciones que rodearon el evento y que todavía permanecen suspendidas en el aire. Cada uno en su propio estilo, como debe ser, disfrutando de una diversidad que permite enriquecer las vivencias unísonas. Y la ciudad sigue allí, contando sus pequeñas historias anónimas, sus relatos urbanos modestos y grandiosos, palpitando con los estridentes colores del semáforo y el canto de los loros sobre la autopista, siempre ávida, siempre dispuesta a ser contada de nuevo, eternamente transformándose para no repetir los párrafos de su ficción.

29 de enero de 2012

Después del funeral.


El sol de la mañana acaricia con disimulo la grama del cementerio. Aquí y allá arranca destellos de las placas conmemorativas dispuestas sobre las tumbas. El camposanto se ha llenado rápido, según la cantidad de espacio libre que se va reduciendo desde la última vez que vine. Soy renuente para acudir a funerales, pero esta vez era necesario. Permanezco en el límite de los congregados, ni muy cerca ni muy lejos, lo suficiente para escuchar lo que dice el sacerdote sobre la vida eterna y al mismo tiempo distraer la vista con lo que me rodea: el movimiento cadencioso de los árboles, el ruido de las flores, algunos pájaros en las ramas que insisten en sus chillidos, la imagen de mis amigos cabizbajos y tristes por la muerte del padre con la voz de hierro y las pupilas acuciosas. Es una mañana de sábado bastante agridulce. Aquí estamos, reunidos de nuevo, después de 20 años, con los hombros caídos y los recuerdos a flor de piel. Y es un sábado, como antes.

Lo recuerdo llegando tarde, en la madrugada, cuando estábamos a mitad del juego de dominó, alegre, con ganas de conversar y reacio a irse a la cama. Se sentaba con confianza (era su casa, además), preguntando cómo estábamos, cómo iba el juego, viéndonos con cariño paternal: sus hijos y los muchachos, así éramos siempre, el mismo grupo de chicos heterogéneos que ocupaba el porche con una mesa y una cava llena de cervezas al lado, entre risas y chistes de mal gusto. Él nos hablaba entonces de política, de otros juegos de dominó, sus propias reminiscencias juveniles superpuestas sobre las nuestras. Se quedaba un rato, quizás se tomara una cerveza, algunas veces esperaba hasta el final de la partida y jugaba contra el equipo vencedor cuando yo le cedía mi puesto. Y reíamos, reíamos con ganas, sin apuro, irresponsablemente.

Antes, ese mismo sábado, solíamos ir hasta el río después del mediodía. Era una práctica corriente para salir de la rutina estudiantil de cada semana. Entre todos reuníamos para comprar una botella de ron y paliar el frío de cada inmersión. Roberto, Gonzalo, Ernesto, Simonote, Augusto… todos, sin falta, sin excusas. Recuerdo bien el frío a pesar del sol vespertino, el sabor áspero del ron bebido a pico de botella, los colores de la ropa interior de cada uno, el placer de esos primeros cigarrillos fumados con resabios de culpabilidad adolescente, la libertad que nos brindaba el entorno tan silvestre y solitario, lejos del pueblo. Éramos tan felices y no lo sabíamos. Alguna vez quise escribir sobre esos días, encapsular en una página la esencia de lo vivido, pero me pareció que en cada intento siempre quedaba algo importante por fuera, como si fuera un pintor que se esfuerza por lograr el pigmento ideal de una visión y no lo logra, y después ya no lo intenta más. Pero los recuerdos permanecen allí, las risas, los cuerpos temblorosos sobre las piedras, el rumor del agua bajando por la cascada, la botella medio vacía a un lado y el paquete de cigarrillos con la boca abierta en una invitación clandestina. Nos quedábamos en el río hasta el final de la tarde, cuando el hambre atacaba porque ninguno se acordaba de llevar bastimentos; lo que no podía faltar era el ron y la nicotina.

Regresábamos apretujados en el carro de turno: algunas veces en el de mi madre y otras en el de la mamá de los Murillo; dando codazos, preguntando por la botella, pidiendo un último cigarrillo, escuchando la misma mezcla ecléctica de cada fin de semana: Skid Row, Bon Jovi, Desorden Público, Sentimiento Muerto, Queen, R. E. O. Speedwagon, Journey, Bad English, La Polla Records y otros grupos. Nos separábamos en la casa de los Murillo para que cada quien fuera hasta su casa, se bañara, comiera algo, desestimara los alegatos familiares sobre salir de nuevo y regresara al porche conocido que nos recibía cada sábado en la noche para jugar hasta la madrugada, hasta que el progenitor llegara chispeante y se incorporara al partido de piezas blanquinegras. Hay quien pudiera definirlo como una rutina aburrida, pero nosotros nunca nos cansamos de eso. Corría el año 1990… ¿o era el 91?

Lo que no recuerdo es el comienzo del fin de esos gloriosos asuetos sabatinos. ¿Quién fue el primero que faltó? ¿Quién fue el segundo que dejó de asistir? ¿Cuándo se hizo costumbre que ya no nos reuniéramos para ir al río en las tardes y jugar dominó en las noches? Creo que tuvo que ver con el paso hacia la universidad, con que cada uno saliera del pueblo para irse a estudiar en otra parte, y después todo lo que quedó fue una llamada telefónica de vez en cuando, un saludo retardado, una promesa dilatada de volvernos a ver; siempre sucede igual, y nosotros no fuimos la excepción. Después, cada uno siguió su propio camino. Hasta ahora, hasta el pasado viernes, cuando los viejos números repicaron de nuevo con una noticia inesperada. Lo curioso es que todos vamos a morir, pero la muerte siempre resulta una sorpresa mal recibida.

Mientras bajan el féretro hasta la fosa miro los rostros de mis amigos. Es sábado por la mañana. Me pregunto si alguno piensa en los antiguos paseos hasta el río o en los juegos de dominó, pero supongo que el duelo aparta todo eso. Luego, conforme juntan las flores sobre la tumba, noto que Augusto conversa en voz baja con Roberto y Gonzalo, supongo que se trata de un pésame tardío, una despedida repetida antes de que cada quien tome su rumbo de vuelta al presente. Es lógico. Es natural. Y es lamentable que nos toque este reencuentro en un sitio tan fúnebre. Hubiese preferido que sucediera en otra parte, bajo otras circunstancias. Entonces Roberto se acerca y pregunta si debo irme al terminar el funeral, si tengo que partir; le explico que vivo allí, que no pienso irme, que lo lamento por los Murillo. Él dice que Augusto le ha pedido reunirnos en su casa, que nos invita a todos, que pasemos la tarde allí y juguemos dominó un rato, que lo hagamos por su padre, que a él le hubiese gustado. Lo miro y sonrío. Gonzalo aparece junto a nosotros y pasa su brazo por encima de mis hombros. Dice que se unirá al juego, que tal vez podamos comprar una botella de ron para trasegar la mala noticia. Pienso en silencio que los funerales en la provincia no son tan sofisticados como en Caracas o en Valencia y que cada familia lleva el duelo a su manera. Miro sus rostros, descubro que el tiempo deja sus huellas, pero tal vez, en el fondo, algo de lo vivido permanece intacto, inalterable, y digo que sí, que yo también iré a jugar unas partidas de dominó en memoria del despedido. Y el sol de la mañana nos empuja hacia delante y también hacia atrás, fuera del cementerio.

21 de enero de 2012

Entropía de un sábado.


Es sábado. Para muchos, un día de merecido descanso, un día para relajarse en casa y olvidarse de la febril semana que queda detrás, un día para vegetar en la cama hasta tarde; no tengo nada en contra de esas actividades, aclaro, pero mi mañana comenzó temprano sin pedirme permiso. La luminosidad de la habitación me empujó hacia fuera, al café tibio en la cocina, al desayuno frugal sin sentarme, quisquilloso, como si mi cuerpo anticipara el súbito deseo de salir, de estirar los músculos, recibir el viento en la cara y caminar bajo el compás de un animado soundtrack callejero. Hay mañanas donde los minutos corren y te arrastran con atrevimiento. Mientras me bebía el café mi mente evocó las líneas iniciales de La señora Dalloway, donde Clarissa se enfrenta a un Londres matutino y dinámico, y las busqué en mi biblioteca:

«En los ojos de la gente, en el ir y venir y el ajetreo; en el griterío y el zumbido; los carruajes, los automóviles, los autobuses, los camiones, los hombres anuncio que arrastran los pies y se balancean; las bandas de viento; los órganos; en el triunfo, en el campanilleo y en el alto y extraño canto de un avión en lo alto, estaba lo que ella amaba: la vida. Londres, este instante de junio».

Sí, eso era: el murmullo de la gente, la ebullición de las calles y avenidas, la cacofonía de cornetas, sirenas y pitos de los fiscales del tránsito, los gritos de los vendedores ambulantes, todo mezclado, unificado y vuelto a separar en sonidos amontonados. La vida. La explosión humana. La serpiente que nunca se detiene. La ola que jamás cesa de romper con frenesí. Una melodía urbana atractiva y sugerente, aunque de vez en cuando uno se queje por el barullo y las estridencias. Pero el café se acaba y mientras me visto planifico lo que haré y dónde iré: un par de horas en la oficina para adelantar el proyecto que tengo entre las manos, una vuelta por la librería para saber si llegaron títulos nuevos, tal vez un almuerzo ligero en un sitio diferente, una sonrisa que se escapa aquí, un “buenos días” por allá, la espera ante el semáforo para cruzar con la luz adecuada, la batería cargada del BlackBerry, notas apresuradas en un papel para escribir esta nota con calma, una ducha de agua fría para espantar la flojera remanente, las llaves del apartamento dentro del bolso.

Pasar la mañana del sábado en la cama tiene su atractivo, no lo niego; pero la vida allá afuera es como un amigo del liceo que te incita a hacer cosas que no harías por cuenta propia, ese amigo que todas las madres catalogan de “malaconducta” y “rebelde”, y que no puedes dejar de tratar a pesar de todas las prohibiciones maternas. En la calle se oculta la sorpresa de un encuentro fortuito, un rostro atractivo, una forma de caminar, una charla oída subrepticiamente, un aroma al cruzar una esquina, la cascada de una risa ajena, una visión fugaz a través de la acera, el color del pavimento caliente, el azul del cielo que se escurre por los costados, las ideas interesantes que surgen en medio de la caminata, justo cuando menos las esperas y tienes que arrimarte a un costado para escribirlas con rapidez, antes de que el flujo vehicular se las lleve en su corriente incesante. Todo explota.

Es probable que antes del final de la tarde quiera regresar a la comodidad del apartamento, añorando un descanso que pasé por alto al despertarme, pero lo que reciba, lo que descubra, lo que huela y saboree compensará cualquier queja vespertina. Además, ¿qué puede ser mejor que la sorpresa de lo desconocido, eso que ignoramos y espera en la otra esquina? Hoy no quiero pensar en la delincuencia, en los desmanes presidenciales, en la economía, en elecciones o en las llamaradas solares que nos alcanzarán en la tarde; hoy prefiero concentrarme en el segundo exacto de mi respiración, en la textura del piso bajo mis pies… en este pueblo, en la vida, en este instante de enero.