31 de diciembre de 2009

Fin de año.

No soy el único. Mucha gente se apresta hoy a cerrar ciclos, clausurar etapas, dejar atrás ciertos episodios que impiden avanzar; yo me uno a ellos, pero con la singularidad que me ha caracterizado los últimos años. Me pregunto cuántos habrá con la misma inquietud, con una decisión similar: quedarse en casa leyendo, tal vez intentando escribir un poco, gozando desde la distancia con la celebración, los fuegos artificiales, la música; porque se trata de una escogencia poco entendible, la de permanecer ajeno, distante, a cualquier despliegue familiar, social, que involucre vestirse, sonreír y abrazar a cuanto desconocido se atraviese en el camino.

No ha faltado quien me cuelgue la etiqueta de ermitaño porque sí, porque es lo más fácil, porque es preciso adjudicarle un nombre a eso que no compartimos, a eso que nos resulta poco digerible. Esta noche prefiero ser egoísta en una época que se distingue por lo contrario, por los excesos, las fiestas, el intercambio ameno y provocativo. Pero quiero creer que cada persona tiene derecho a disfrutarlo como mejor le parezca, sin imposiciones, sin códigos, sin ajustarse a reglas preestablecidas de antemano. ¿Es obligatorio salir? ¿Es necesario socializar? ¿No es mejor disfrutarlo en silencio, reflexivamente, haciendo balances y limpiezas?

Bueno. Es mi punto de vista, y tampoco pretendo que sea lo más razonable; sólo pido paciencia, respeto, espacio. Mis padres ya se han separado, inmersos en un acuerdo de mutua satisfacción: cada uno celebra la víspera de Año Nuevo con sus respectivas familias, a miles de kilómetros de distancia uno de otro, dejando la oportunidad de reunirse apenas en los primeros días de enero; se trata de un arreglo que les resulta beneficioso, práctico, a pesar de que muchos tampoco lo entienden. A ellos les funciona y a mí me sirve para escoger un punto intermedio; atrás quedaron las vacaciones donde debía turnarme para pasar estas fechas con cada familia. Ahora mi tiempo es propio, así como mis escogencias. Ellos celebran a su manera, por separado, yo les imito: escojo la tranquilidad del hogar, el reposo, la lectura, alguna película rezagada que deseaba ver, incluso irme a la cama sin horario establecido. Es mi noche, independientemente de la forma en que lo disfrute.

En el reproductor suena la ópera Lakmé, mientras Agatha, mi perra, levanta la cara para regalarme su mirada acuosa, lánguida; le digo que falta poco, que pronto tendremos la oportunidad de hacer un brindis, sólo uno, para conmemorar el cambio de fecha, sin aspavientos, sin trajes de gala, apenas con la pijama más cómoda y placentera. Me siento agradecido porque algunas amistades han hecho un esfuerzo por comprender mi escogencia, igual a como lo hicieron mis padres mucho tiempo atrás. Lo importante es sentirse bien con uno mismo, estar donde uno prefiera estar, gozarlo sin tragedias ni comedias baratas, porque ha sido un año contradictorio, ¿para qué negarlo?

El conflicto político, la delincuencia, los continuos apagones, la carencia de agua, la sequía inclemente, el desabastecimiento, la burocracia, la corrupción descarada de un régimen que busca ser más autocrático de lo que ya es; pero en mi mundo particular existe el equilibrio íntimo, ese contrapeso que escojo formular para equiparar las circunstancias: también quedé seleccionado para participar en la Semana de la Narrativa Urbana, permitiéndome el gozo de haber logrado interactuar con algunas mentes brillantes, privilegiadas, que estimulan mi esfuerzo literario; comencé la redacción de mi primera novela; he logrado publicar algunos artículos en una página luminosa; mis amistades literarias se multiplicaron, abriéndome espacio para nuevos debates, puntos de vista interesantes y llamativos; compré más libros, descubriendo otros temas sugerentes. Me siento bien con el resultado.

Mis placeres pueden parecer banales, literarios, casi triviales; pero son míos. Creo que eso es lo importante para clausurar esta etapa. Sería lógico enumerar buenos deseos para los demás, hacer una lista de resoluciones, empalagarse con los “¡Feliz Navidad!” y “¡Feliz Año Nuevo!”; pero prefiero verbalizar un sencillo y escueto mensaje: quisiera que todos, cada uno de ustedes, pudiera alcanzar esta delicada paz que ahora siento, que puedan dedicarse a hacer lo que más les gusta, entretenerse con las actividades que alimentan el alma y permiten evolucionar al espíritu, sólo eso. Lo demás, es apenas paja en el viento.

Felicidades.

2 de diciembre de 2009

Nubes crueles.

Desde temprano, quizás antes del amanecer, el cielo cruzado por nubes bajas, grises, crueles; manchas que oscurecen el azul natural sólo para recordarnos la inclemente sequía, la ausencia de humedad, la crisis que nos agobia desde el pasado agosto. Estoy seguro que más de uno habrá observado el techo vaporoso con ojos inquietos, lanzando maldiciones, implorando lluvias, una posible solución que se resiste a materializarse. La reserva de agua que tenemos en casa, creo, alcanza hasta hoy; a partir de mañana entraremos en una etapa crítica, difícil, porque sospecho que no somos los únicos que buscaremos la ayuda de un camión cisterna para solucionar la escasez. Al mismo tiempo me pregunto cómo hacen en los sectores pobres, desabastecidos, de qué forma se las ingenian para conseguir el vital líquido. La desidia del gobierno levanta frustración con la misma facilidad que el viento de la tarde encrespa el polvo en las calles; de nada sirve quejarse, organizar protestas públicas, cierre de avenidas; hay que entender también que el problema es atmosférico, que el período de invierno se desvaneció, trastocado, tal vez como otra señal del cambio climático. No sé cómo vamos a paliar esta crisis.

Se trata de un inicio de mes bastante caótico; enfrentamos una Navidad seca, mustia, entre la falta de agua y los continuos apagones eléctricos. El gobierno exige sacrificios a una población cansada, depauperada, en completa miseria. A todo esto se suma ahora el problema bancario, el cierre de algunas entidades que involucran el despido de empleados, gente que confió sus ahorros y no obtiene una respuesta concreta por parte de los encargados. Pienso que es probable que las nubes oscuras deseen equipararse a la situación nacional, como un sucio espejo que refleja la ineptitud, la corrupción, los delitos de una clase gobernante engolosinada con el poder, la avaricia, matando un hambre ancestral acumulada durante muchos gobiernos inescrupulosos. Allí está el resultado; por eso insisto en decir que tenemos el gobierno que nos merecemos. No hay otra razón. Pero resulta lamentable que tantas personas humildes tengan que pagar el precio de semejante desidia administrativa y económica.

En la noche. Me impresiona el tamaño de la luna; es un disco plateado con un brillo hipnótico. Después de salir de la oficina, inmerso en el tráfico, observé su solitaria majestad por encima de nuestras cabezas; el crepúsculo se diluía con los últimos resplandores del día, cediendo espacio a la reina absoluta que se levantaba para alargar las sombras. Se trataba de una imagen peculiar, poco corriente: la luna alta en el cielo, redonda, turgente, luminosa, un vistazo inusual que descansaba por encima de las luces continuas de los postes, el río amarillo que formaban los focos de los carros; la imaginé poderosa, solitaria, con la capacidad para ver todo y a todos, desde su trono celestial. Una diosa inconforme y tierna, fría y silenciosa al mismo tiempo. Algo en ella me hizo recordar algunas escenas de la película Moonstruck, donde algunos personajes la llamaban “Cosmo´s moon”.

En el film, protagonizado por Cher y Nicolas Cage, la luna se incorporaba como un personaje más, un personaje secundario, pero siempre presente, arrojando su brillo y misterio a lo largo de toda la trama. Ahora, cada vez que me encuentro con una luna similar, dejo escapar la respiración y susurro entre dientes: “Ah… Cosmo´s moon”. La de esta noche también es especial, gigante, refulgente. Es una luna enigmática, seductora, generadora de ideas y sortilegios. Ya en casa, mientras escribo estas líneas, suena al fondo la voz de la Callas interpretando el aria de “La Reina de la Noche”; imagino su voz como un tributo especial a la otra majestad que pende entre las estrellas…

15 de noviembre de 2009

2012

Si el productor Irwin Allen hubiese estado interesado en encontrar un sucesor para sus películas de desastre, se habría sentido complacido con el trabajo de Roland Emmerich. Ambos han logrado ensamblar piezas memorables, con efectos especiales espectaculares, empujando a los protagonistas a vivir experiencias al límite, inesperadas, en situaciones que escapan a su control, pero que no los amilana ni evita que busquen alternativas. Se trata de un cine evasivo, dramático, fantástico; y creo que el trabajo de los dos cineastas, guardando las distancias, logra entretener al público de la mejor manera, permitiéndole desconectarse de la realidad cotidiana por un par de horas, inmerso en las desventuras de un grupo de sobrevivientes con mucho para perder.

Me cuesta identificar con exactitud las razones específicas por las cuales el género de desastre me atrae tanto; se trata de una postura pendular, extremista, porque disfruto mucho también con el cine intelectual europeo, introspectivo, sosegado en la superficie, pero con remolinos en la profundidad. Me aproximé a las películas de Irwin Allen en plena adolescencia: La aventura del Poseidón, Infierno en la torre, Más allá del Poseidón, El enjambre, Inundación, y al final, cuando se había superado el clímax cinematográfico, las entregas que hizo especialmente para la televisión: Ciudad en llamas, When time ran out (que nunca supe porqué inventaban traducciones erróneas para el título) y otras cintas menores que no tuvieron la acogida de las primeras entregas. Ya se había entrado en la década de los 80 y temas diferentes atraían a un público siempre exigente. Pero las historias que Allen filmó perduraron, se hicieron un lugar con cierto esfuerzo, dejaron abierta la brecha para un tipo particular de cine; existía el western, el melodrama, bélico, musical (que recientemente tuvo un repunte), comedia; entonces quedó registrado otro tema, el cine de desastre.

A través de los años y con la reedición de títulos pretéritos en formato DVD, me ocupé de rastrear la filmografía de Allen. En un mundo globalizado, reconozco que no se me hizo difícil encontrar los títulos principales, en formato original (soy neurótico, lo confieso), y siempre ando a la caza de cualquier tirada que me permita ponerle las manos a producciones elusivas. Pero lo que menos esperaba era enfrentarme con otro realizar que tuviese las mismas inquietudes de Allen. Roland Emmerich, hasta ahora, no me ha decepcionado. Hubo otros cineastas que intentaron una aproximación al género con cintas marginales: Dante´s Peak, la serie Aeropuerto (en sus entregas 75, 78 y 80, respectivamente), Volcano, Impacto profundo, Armaggedon, Twister, pero ninguno con un interés particular en el tema.

Emmerich, desde el principio, se encargó de ofrecer otro giro de tuerca dentro de la saga de cintas de desastres; ya sea con extraterrestres (Independence Day) o con cambios climáticos (The day after tomorrow), hubo una selección cuidadosa de detalles cinematográficos: las historias, los escenarios, los efectos especiales para magnificar un desastre ya de por sí espectacular, la edición, los dramas personales de los protagonistas; porque no se trata sólo de reunir un grupo aleatorio y lanzarlo de cabeza a una experiencia terrorífica, sino de mostrar breves destellos de sus motivaciones, sus miedos, las frustraciones y deseos de vivir que los catapultan a lo largo de la película.

Esperé el estreno de 2012 con anticipación, emocionado ante los previews que pude encontrar en la Internet; ayer me escapé a un cine cercano, compré mi entrada y escogí un buen puesto. Pude haber esperado hasta que sacaran la cinta en formato casero, asequible, pero tengo la creencia de que ciertas películas deben verse antes en el cine, en pantalla completa, con el asiento retumbando por el sonido de los cataclismos. Quedé impresionado por las imágenes, la verosimilitud ficticia de lo narrado, los personajes; porque descubrí, recordando entregas anteriores, que existe la misma preocupación en mostrar dramas pequeños, personajes secundarios importantes que sustentan la trama, como ramificaciones esenciales que se embridan en torno a la historia principal. Para Emmerich, aunque ignoro si lo hace adrede, la catástrofe no afecta solamente a los Estados Unidos; se trata de un evento global, multicultural, que nos toca experimentar a todos por igual; por supuesto, en aras de la comercialización de la cinta, la mayoría de los protagonistas son estadounidenses, pero se ofrece un vistazo de cómo el resto del mundo debe incorporarse al esfuerzo original para intentar sobrevivir.

Encontré un equilibrio peculiar entre el drama y la comedia en esta cinta. Se trató de guiños pasajeros que permitían liberar parte de la presión, provocaron una sonrisa en medio de tanta tensión, con una galería de personajes llamativos, como el que hace Woody Harrelson, interpretando de alguna forma a todos esos lunáticos que amenazan la inminencia del fin del mundo, sólo que en este caso tuvo la razón. La trama ofrece el pedido de ayuda de los Estados Unidos a las demás potencias para elaborar un plan alternativo, resaltando la participación de los líderes del G8, muy bien interpretados, así como representaciones de otros líderes mundiales; y es inevitable otra sonrisa al observar el esfuerzo de la Reina de Inglaterra, así como el de la Familia Real Saudita.

2012 es una cinta que ofrece múltiples interpretaciones, lecturas alternas, dramas secundarios que podrían desarrollarse aún más; pero entrar en detalles arruinaría la oportunidad de impresionarse para aquellos que todavía no la han visto. Yo la recomiendo ampliamente, la disfruté muchísimo; pero siempre teniendo presente que se trata sólo de una cinta de desastre, una película, que bien puede presentar sus fallos, como cualquier otra. A mí no me gusta ir al cine para encontrar errores, señalar fallas, a no ser que la propuesta sea un completo bodrio. Si voy al cine es para evadirme, ausentarme por algunas horas, dejarme entretener con la majestuosidad de un arte que ofrece maravillas audiovisuales. No pido mucho, en realidad.

11 de noviembre de 2009

Aniversario manuscrito.

Mientras intentaba escribir la entrada en el diario manuscrito correspondiente al día de hoy, la fecha me golpeó como un fogonazo de luz. Mis dedos quedaron suspendidos sobre el papel, mirando fijamente el número once, el mes de noviembre escrito con tinta azul, el año. Y un ligero estremecimiento recorrió mis brazos, los vellos de mi nuca; sonreí, también sonreí, sin poderlo evitar. Porque recordé de pronto que mi diario estaba de aniversario; mi proyecto literario más íntimo cumplía un año más. Lo comencé a escribir hace 19 años, otro 11 de noviembre, pero de 1990.

Dejé a un lado el bolígrafo y divagué con calma. ¿Cuántos volúmenes llevaba ya? ¿Cuántas páginas después de casi veinte años? ¿Cuántas reflexiones depositadas entre sonrisas, lágrimas y suspiros? Todavía era adolescente cuando esta maravillosa aventura escrita se inició; ahora estoy cerca de los 40, y todo indica que la dinámica está lejos de terminar. Reconozco que se trata de un placer secreto, armónico, disciplinado, constante; me ha brindado la posibilidad de explorar mejor mi Yo, mis reacciones, mis esperanzas, mis bosquejos narrativos, las diferentes etapas que superé para llegar hasta esta noche. Ha sido un ejercicio íntimo saludable, inquisitivo y experimental, porque no existen las reglas ni los fundamentos para redactar los diferentes párrafos. Se trata de ser honesto con uno mismo, volcar allí las impresiones, las opiniones, las reflexiones diarias que se activan a través de mecanismos externos. Pero me siento bien: el resultado es muy satisfactorio, pacífico.

A pesar de todo, mientras paso la mano por las cubiertas de los tomos viejos, trato de recordar con exactitud qué propicio este placer narrativo, las circunstancias precisas que activaron la necesidad de colocar todo en el papel, intentar hacer un análisis inicial para descubrir las razones ocultas, las respuestas esgrimidas, las voces esquivas que ahora apenas reverberan como un eco distante. De nada sirve preguntar a otros, ya no queda casi nadie de esa turbulenta época, esos días vertiginosos que deseaba apresar entre las páginas de mi cuaderno de clases. Leo con calma la primera entrada, las emociones dispersas, el sonido de una voz quebradiza que es mi propia voz; pero me cuesta un poco reconocerme en esas líneas apresuradas, juveniles, sin el filtro que me ha brindado el tiempo, otras lecturas, otras visiones e interpretaciones. De cualquier forma, una sonrisa se escapa presurosa: esa letra amontonada también fui yo, en algún momento, a principios de una década intensa y volátil.

Me pregunto qué día fue el 11 de noviembre de 1990; ¿sería miércoles por casualidad? ¿Un domingo? ¿Viernes, tal vez? Lo he olvidado. Aunque sí recuerdo que me preocupaba muy poco la longevidad de las anotaciones que plasmaba en el pequeño cuaderno, si seguiría escribiéndolo en los siguientes días, si todavía estaría haciéndolo 20 años después. Entonces lo único que importaba era la inmediatez, la letra al rojo vivo, las emociones a flor de piel; y eso lo detallo ahora con un ligero gozo, porque era importante, sin sospecharlo, para marcar con fidelidad lo que atormentaba mi ánimo: no es melodrama: a esa edad, todavía adolescente, todo era un tormento, un problema, magnificado, llevado al límite, insoluble. Eso también me hace sonreír. El tiempo atempera, matiza las impresiones, los sentimientos volubles.

Algo me dice que es probable que este diario me sobreviva, que todo lo anotado supere mi fecha de caducidad, que siga releyéndome hacia atrás dentro de algunos años. Me cuesta describir el regocijo interno, la satisfacción que alcanzo al poner todo por escrito; porque el diario, ya no mis emociones, se ha multiplicado, se ha desbordado sin mi consentimiento. Ahora también es un cuaderno de ejercicios, un álbum de fotografías verbales, un itinerario de destinos sentimentales, un poema continuo, una colección de fragmentos que disfrazan mi propia imagen. Ignoro qué camino tomaré más adelante, qué decisiones, qué sueños por soñar; pero intuyo que el diario estará allí, fiel, atento, permeable, consecuente. Siempre.

1 de noviembre de 2009

Sorpresas literarias.

Siempre es divertido y estimulante visitar sitios donde se exhibe buena literatura y existe la posibilidad de tropezarse con gente que se siente tan interesada por la palabra escrita como uno. Aunque representó un pequeño suplicio llegar hasta Valencia y visitar la FILUC de este año, los trastornos y la espera en la autopista bien valieron la pena. Llegué un poco cansado al centro comercial, acaso hastiado por el intenso calor del mediodía, tal vez inconforme por el aglomeramiento de tanta gente; pero conforme entré a los espacios de la feria y me detuve en el primer stand, todo se evaporó. Me convertí en ojos que todo lo querían devorar, asimilar, descubrir; porque hay pocas cosas que me exciten más que la posibilidad de encontrar un texto largo tiempo buscado o un autor elusivo.

Me agradó colocar mis dedos sobre un volumen de Memorias de Gore Vidal; Los monederos falsos, de André Gide; Marguerite Duras y su India Song; una edición conjunta de Hamlet y Macbeth, de Shakespeare. Lo cierto es que me faltó tiempo y dinero para complacer mis gustos, pero me conformé con las sorpresas especiales que me deparaba la tarde, y aunque no me refiero a libros, sí es sobre autores. Ya casi al final del recorrido, mi vista tropezó con una figura particular, un vestido claro, corto, una piel de porcelana, unos ojos ávidos que escudriñaban con placer entre las diferentes propuestas literarias: Marianne Díaz Hernández. Y no me costó mucho desplegar sonrisas, abrazos, besos al aire; porque la empatía que nos une es poco corriente, como si fuéramos amigos de trato diario, consecuente, repetido.

Juntos nos lanzamos de cabeza en una cacería deliciosa, emulando un par de depredadores experimentados que buscan títulos específicos, autores particulares, temas singulares. En determinado momento, un café para reponer fuerzas, para aprovechar la oportunidad de compartir anécdotas, opiniones, planes, fracasos y sugerencias literarias. Intercambiamos impresiones sobre el trabajo de Rodrigo Blanco, de Fedosy Santaella, de Gabriel Payares, de Héctor Torres; incluso nos animamos a desvelar las peripecias propias en el campo narrativo, los avances, las ideas, los fragmentos que podrían convertirse en párrafos memorables. Ya casi al final de la tarde, cansados pero queriendo más, como niños renuentes a partir, buscamos puesto en la presentación que tendría Alejandro Oliveros sobre sus diarios literarios. Le confesé que me interesaba encontrarme con el poeta valenciano porque su labor diarística me estimulaba bastante, y deseaba reencontrarme con él luego de nuestras tertulias en Caracas, cuatro años atrás.

La sesión inició con algún retraso, pero después de que mis ojos se cruzaron con los de Oliveros volví a experimentar la vieja sensación que tuviera durante el taller que él dirigió sobre el género literario del diario íntimo; me enfrenté de nuevo con un hombre de conocimiento amplio sobre la labor narrativa, el proceso creativo, la complejidad de escribir para ser leído. Allí estaba la mirada intensa, el verbo fácil, las historias interesantes en torno a una tarea antigua y secreta; aunque también se discutió sobre la actualización que la tecnología moderna ofrece, ya que Oliveros contó sobre su experiencia en el portal digital Prodavinci, donde publica las entradas de su diario 2009 día a día, enfrentándose con el lector de tú a tú, sin la distancia que el texto impreso brinda. Y a pesar de que confesó predilección por la página impresa, los libros editados, al mismo tiempo reconoció que uno debe aventurarse, arriesgarse en esta travesía incierta de la virtualidad inmediata. Estuve de acuerdo con él, en ambos sentidos.

Al finalizar su disertación, después de responder algunas preguntas de la audiencia, se levantó para acercarse hasta donde estábamos nosotros. Colocó su mano en mi hombro y preguntó sobre mi actividad dentro del diario, habló del tiempo transcurrido, se ofreció a mantener el contacto y tuvo la gentileza de firmar uno de los volúmenes de su propio diario que llevaba conmigo; también saludé a su esposa Eileen, quien me recordó casi de inmediato y compartió algunas palabras amables, evocativas sobre nuestro último encuentro. Fue un intercambio afable, especial, instructivo; pero otras personas esperaban para hablar con el poeta. Me despedí de su esposa con un beso, antes de estrechar la mano de Oliveros y prometerle escribir pronto a la dirección que me brindó.

Afuera, ya de noche, el estacionamiento presentaba casi el mismo congestionamiento que enfrentara antes de llegar, pero crucé entre los vehículos con una sonrisa particular por las sorpresas literarias de la tarde: los libros, la discusión, Marianne, las compras, Oliveros; son estímulos que me llenan de regocijo, de proximidad, de inspiración narrativa. Manejé de regreso escuchando Fausto, la ópera de Gounod, y planificando mentalmente mi asistencia a la charla que ofrecerá Marianne el próximo miércoles, y la que no pienso perderme bajo ninguna excusa, porque hoy descubrí que me muevo entre mundos solitarios: el de lector y el de escritor; pero de vez en cuando, como esta tarde, emerjo a la superficie para cruzar mis pasos con amistades semejantes y celebrar aquello que nos une sin necesidad de buscarle explicaciones: la fantasía, la imaginación, la prosa, la poesía de cada esfera particular.

25 de octubre de 2009

Noches mundanas.

Lo primero que siento al despertar es la pesadez en los párpados, mucha sed, el pensamiento abotagado y algunos fragmentos evasivos de la noche anterior. Cierro los ojos e intento armar el rompecabezas lentamente. Aquí y allá sobresalen el eco de las risas pretéritas, el humo de la parrillera, el amargo sabor que me dejó el pitillo de marihuana, el aroma fragante del vino tinto; entonces me relajo, hago un paréntesis con la mirada abierta para contemplar el azul matinal del cielo, sin nubes, intenso sobre el follaje verde que enmarca la ventana. Luego me encierro pestañas adentro y revivo las historias de la pasada reunión, el placer mundano, la dejadez, la espontaneidad; y de nuevo sueño.

Rememoré la vista fija sobre el farol del jardín, tan solo, tan inocente, haciendo un esfuerzo por filtrar su luz a través del hibisco que lo cercaba. Apenas quería moverme, ausente en pensamientos ajenos, fallidos, mientras mis amigas (tan cerca y lejos al mismo tiempo) se perdían en un murmullo ininteligible. Fue una pausa muy íntima, apacible, incorpórea. Teníamos mucho tiempo sin reunirnos, sin hablar tanto, sin beber con ese exquisito entusiasmo que brinda la amistad que ha durado ya bastantes años. Carmen Julia tuvo la idea de cocinar una parrilla, y su pareja quiso celebrar el encuentro con unas cervezas. Conociéndome bien, no tuvieron reparos en conseguirme una botella de vino tinto para poder brindar todos juntos. Y la comida estuvo genial, los tragos, la noche limpia de nubes (que en el llano permite contemplar las estrellas con mayor facilidad), la magia del momento compartido. Casi perfecto.

Terminamos en el jardín, sin música, riendo, evocando anécdotas de viajes pasados y antiguos amores; creo que fue Amelia (la más joven de todos) quien sacó el pitillo de marihuana y lo encendió con descaro, para bajar la comida, dijo. El ambiente que nos contenía era tan sugerente que pronto la canulilla pasó de mano en mano, permitiéndonos recrear viejas fiestas que habían tenido lugar quince años atrás, cuando nos permitíamos unos cuantos excesos. Y sospecho que nos veíamos un poco extraños, ya cerca de los cuarenta, fumando marihuana con el placer de unos adolescentes, haciendo esfuerzos por reprimir la risa, gesticulando al no poder expresarnos bien, recordando aún más la juventud que una vez compartimos.

Y allí nos quedamos, en los muebles del jardín, ocho siluetas rientes entre las sombras que el hibisco rojo proyectaba sobre nosotros, entre cervezas, copas de vino, el débil fulgor del único farol, remembranzas, anécdotas nuevas, el humo de la parrilla mezclándose con nuestras exhalaciones ilegales; fue un momento suspendido, inalterable, conforme otras ideas se retorcían en mi mente. Fue cuando reparé en la imagen frágil de la luz, y a la vez tierna, suave, llena de susurros; y hubiese querido detener el tiempo, quedarme siempre allí, cerrar los ojos y gozar de aquella infinita paz de los sentidos. Me sabía intoxicado, pero no importaba. Quizás otra persona que nos hubiese visto, habría interpretado la escena erróneamente, pero creo que ninguno pensó en ello. Tal vez antes nos habríamos sentido estimulados para inventar un precipitado viaje hasta la playa, una salida rápida para perseguir la noche y encontrar el amanecer, ingerir alcohol hasta la inconsciencia y el ridículo; pero ahora nos conformábamos con reír hasta que las lágrimas saltaran de regocijo, dar palmadas de emoción, recrear escenas pretéritas con la certeza que brindaba la distancia, cómodos, seguros, atemperados.

Nos despedimos cerca de la medianoche, pues la fiesta había comenzado poco antes del crepúsculo; todo estuvo bien, la cocción de la carne, la ensalada, la temperatura de las cervezas, el sabor del vino, el sofá en el jardín, las estrellas, el pitillo de marihuana, el farol, las risas, la conversación afable y cómoda, sin la preocupación de herir susceptibilidades ajenas; fuimos un grupo de amigos con muchos años de amistad, un cariño colectivo, el reflejo de una época espontánea. La habíamos pasado muy bien, y ninguno sintió la necesidad eufórica de alargar las horas, abusar de la madrugada. Camino a casa me tocó pasar por el Estadio, un espacio amplio donde suele reunirse la gente joven (y no tan joven) para disfrutar de las noches del fin de semana, seducir, bailar, ejecutar complicadas coreografías emocionales para luego tener algo que contar cuando la etapa se haya superado; contemplé a los diferentes grupos, muchos apenas en la veintena, asiéndose con las uñas a la intemporalidad del momento que les tocaba vivir. Me permití una sonrisa de comprensión, de sosiego, porque a mí también me tocó alguna vez estar allí.

Ya en casa volví a pensar en ello. Comprendí que cada etapa tiene su momento, su razón de ser, su banda sonora específica (¿quién de mi generación no recuerda la lambada, Desorden Público y los bailes hasta la madrugada con las canciones de Sandy & Papo?). Pero decidí que lo importante es saber reconocer las circunstancias, el placer que se consigue más allá del sudor y el escándalo, una buena conversación sin sobresaltos, confortable, vigorizante y relajada al mismo tiempo. Muy especial.

Abro los ojos para visualizar otra vez el cielo de la mañana, dejando que algunos recuerdos aún dormidos se despierten de su sueño profundo. Quiero que mi primera sonrisa contenga el azul, el verde, el ocre, la luz del farol, el encendido rojo del hibisco y la certeza que se repetirán otras cenas, otros paseos, otros sueños prolongados donde recuperar las risas perdidas y las amistades rotas.

6 de octubre de 2009

Diva.

En días recientes leí en un periódico nacional la publicidad sobre el próximo concierto de Sarah Brightman en el Teatro Teresa Carreño. La noticia me agradó porque la cantante inglesa es una de mis favoritas, por la contemporaneidad que ha brindado al canto lírico, los efectos de sonido, la mezcla de géneros musicales y la puesta en escena que siempre impresiona. Pero hubo una frase, al pie del anuncio, que me incomodó en seguida: “La mejor soprano de todos los tiempos”. Me quedé contemplando las palabras, asimilándolas, intentando hallar una variación alternativa; pero no, no hubo forma.

Aquella línea me hizo recordar la admiración que me despierta Maria Callas, la virtuosidad de su voz, el dramatismo implícito, los roles tan disímiles que escogió. La Divina es, desde mi rincón, la única mejor soprano del siglo XX. Nadie como ella supo imprimir tanta pasión a las heroínas de la ópera que representó. Los críticos aún no se han puesto de acuerdo sobre la ambigüedad de su particular timbre de voz, algunos calificándolo de muy metálico, algunas veces estridente en los agudos, pero conservando hasta el final un sonido característico, personal. La Callas tuvo un registro de soprano que le permitía abarcar tres octavas y poseer una sorprendente capacidad para matizar.

Más allá de su virtuosismo vocal, ella tuvo que afrontar convertirse en una figura muy mediática debido a sus relaciones sentimentales, los conflictos laborales, los papeles que quiso representar. Era una mujer carismática, brillante, dramática; y si ha perdurado a través del tiempo es por esa cualidad especial que supo integrar en los roles femeninos que puso en escena. Su vida es como una de esas óperas que interpretó con tanto afán, trágica, sublime, inolvidable. Recientemente terminé de leer una de sus biografías y quedé impresionado por el aspecto cinematográfico de su vida, la relación con Onassis, la traición a Meneghini, la boda de su amado Ari con Jackeline Kennedy, el trabajo con Pier Paolo Pasolini y Luchino Visconti, los viajes, los teatros, el desastroso concierto final en Japón y una muerte digna de una diva como ella. Uno se adentra en Maria Callas y no sale decepcionado. En lo particular, no existe una voz que disfrute más, especialmente cuando escribo; también en el reproductor MP3 que tengo en la oficina, para alejarme del bullicio y el estrés. No me considero un experto, pero he alcanzado el nivel donde ya reconozco su timbre peculiar nada más escuchar un fragmento.

Respeto mucho el trabajo de Monserrat Caballé, Renata Scotto, Kiri Te Kanawa, Joan Sutherland, María de los Ángeles; pero ninguna de ellas logró alcanzar la popularidad y el reconocimiento de Maria Callas. Sus discos se reeditan año tras año, permitiendo así que nuevas generaciones se encuentren con su legado, las grabaciones de sus canciones emblemáticas, incluso los videos de representaciones en vivo en diferentes escenarios.

Una de mis más queridas amigas tuvo la gentileza de regalarme la pasada Navidad un estuche conmemorativo con las mejores 100 canciones de la diva. Una colección de 6 CD con arias de sus óperas más representativas. Sencillamente, lo adoro; se ha convertido en una de mis posesiones más valiosas. Opino que Tosca es la mejor interpretación de su carrera, muy por encima de Norma, La Traviata, Madama Butterfly y Lucia di Lammermoor. Reconozco que no todo el mundo encuentra el bel canto atractivo, lo acepto; pero cuando uno es fiel amante de este género, no acepta imitaciones, disfraces, medias tintas. Es por eso que me indigné con la publicidad del concierto de Sarah Brightman. Ella tiene una excelente voz, muy aterciopelada, con registros muy altos; pero diva sólo hay una, y ésa es ella, la Divina, la Callas.

22 de agosto de 2009

Las pasiones del intelecto.

Cuando uno está inmerso en una pasión artística es bastante difícil encontrar una pareja comprensiva que asimile nuestros cambios de humor, la ambivalente necesidad de un espacio propio, los súbitos arranques de melancolía y el diálogo permanente con las voces internas. Todo artista, todo creador, vive en un mundo con reglas particulares, ajenas, que de vez en cuando tendrá que flexibilizar sus pensamientos para ajustarse a la cotidianeidad. Es un precio justo, creo yo. La idea me vino porque recientemente leí un artículo sobre las parejas literarias de la historia y la influencia que se ejercían mutuamente.

Para el escritor la soledad es una herramienta muy importante; uno lee en soledad y escribe en soledad y piensa cuando está solo; luego llegan estas voces ajenas que distorsionan todo, pidiendo esto o aquello, cuando todo lo que uno quiere es estar a solas para poder trabajar tranquilo. Cualquier pareja que se tenga quizás hará un esfuerzo por entender este mundo interno, pero no siempre es tarea fácil. El escritor se afana en una realidad alterna, suplantando la imaginación y llenando el silencio con diálogos inexistentes. ¿Cuántos no hay que lo catalogan a uno de loco? Bueno, en mi caso soy feliz con mi locura. Y mi soledad. Porque esta soledad no implica silencios, ni aburrimiento, ni ausencia de amigos; es todo lo contrario. Pero cuando uno hace cierta apuesta sentimental con otra persona, el ingrediente literario y creativo estará siempre presente, en el medio, bajo la cama, sobre la mesa, en cada orgasmo y en el crepúsculo de cada tarde lluviosa.

Hannah Arendt y Heidegger, Elena Garro y Octavio Paz, Alberto Moravia y Elsa Morante, H. G. Wells y Rebeca West, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, Kafka y Milena Jesenská, Joseph y Jessie Conrad, Ramón Gómez de la Serna y Luisa Sofovich, Henry Miller y Anaïs Nin, Paul Celan e Ingeborg Bachmann, Lillian Hellman y Dashiell Hammett, Colette y Henri Gauthier-Villars, Rafael Alberti y María Teresa León, Arthur Rimbaud y Paul Verlaine.

Las preguntas surgieron casi enseguida: ¿qué tanto se nutren unos a otros y se aprovechan de las sugerencias, los puntos de vista alternativos? ¿Es positiva esta simbiosis literaria? ¿Ayuda emocionalmente para alcanzar otros niveles de creatividad? ¿O sucede todo lo contrario, pero con el mismo fin? ¿Acaso la angustia, el tormento, la ansiedad sentimental oxigenan páginas nuevas y llenas de vitalidad? ¿Puede el drama amoroso concebir propuestas diferentes, frescas, dentro del sufrimiento?

Tengo una pareja de amigos que parecen complementarse bastante bien. Él escribe cuentos con una prosa sugerente; ella adora el teatro y redacta dramaturgia. Los dos conviven dentro de una esfera luminosa, intensa y comprensiva. Creo que la ayuda que se ofrecen a nivel narrativo y la visión diáfana de sus respectivos mundos particulares es muy constructiva y liberadora. Ambos conviven en un mismo nivel y se apasionan casi siempre por las mismas cosas; pero tengo entendido que no siempre sucede una interacción tan admirable entre dos mentes creadoras. Ellos interpretan esas pequeñas excepciones a la regla. Ellos se la llevan bien; otros han tenido historias casi de terror.

Anaïs Nin tuvo la necesidad de un sustituto para su padre, un hombre a quien idolatrar y admirar; Henry Miller ocupó ese espacio por una temporada, pero la asistencia creativa entre ellos fluctuaba según la temporada. Algunas veces el escritor estadounidense se mostraba bastante crítico con las páginas de su amante; otras la empujaba para que alcanzara otros niveles de redacción. Y gracias a ella, Trópico de Cáncer pudo al fin ver la luz. George Sand y Alfred de Musset vivieron una relación muy peculiar también, saturada de una pasión intoxicante y continuas separaciones hasta alcanzar los estertores finales; se asemejó más al choque de dos imaginaciones, dos formas de ver la vida y de amar. Era un amor titánico.

Sartre y Simone de Beauvoir, probablemente, disfrutaron de una relación más flexible y cómoda, con lápices en mano para hacer correcciones constantes, aunque se ha escrito mucho en los últimos tiempos acerca de las discretas disputas por los celos de la escritora, quien parece que no se sentía tan liberal como lo proclamaba entonces. Del otro lado descansa Sylvia Plath, quien recurrió al suicidio porque su marido carecía de las herramientas precisas para entender las tormentas de su interior; lo irónico es que la mujer por quien Ted Hughes terminó abandonando a su esposa, también se suicidó.

F. Scott Fitzgerald y Zelda forman un caso aparte, mucho más complejo. Tuvieron la oportunidad de disfrutar de una vida de viajes, lujos y excesos, pero la relación personal entre ellos estaba saturada de claroscuros y adicciones, sin mencionar el desequilibrio mental de la propia Zelda. Y si de desequilibrios se trata, Virginia Woolf pudo sacar a la luz sus proyectos narrativos gracias a la imprenta de su marido, quien colocó en segundo plano sus propias creaciones literarias para encargarse de las de su mujer. Pero aquí lo importante es la narración, el aporte que estos hombres y mujeres hicieron gracias a (o a pesar de) sus relaciones amorosas con otras mentes brillantes.

El auxilio, el desgaste físico, el melodrama, la neurosis, el acicate intelectual, la presión emocional, los celos, los arrebatos coléricos, el existencialismo; son todos ingredientes para una obra poderosa, eterna y llena de matices subliminales. Aunque no quiero dejar afuera las pasiones tangenciales que se desarrollan dentro del campo artístico, que fue por donde comencé. Allí también reposan los amores de Camille Claudel y Rodin; así como la gama de pasiones multicolores entre Diego Rivera y Frida Kahlo. Cada una de esas relaciones representa un universo singular, turbulento, dinámico, explosivo; con reglas particulares y leyes que se ajustaban a las diferentes personalidades en juego; pero una cosa es cierta: nunca, nunca, podrán catalogarse de aburridas, independientemente del resultado.

13 de agosto de 2009

Palabras cromáticas.

Me alejo del escritorio para buscar café. Camino hasta la cocina con una mal disimulada sonrisa de satisfacción por el progreso logrado. La mañana ha sido productiva: dos capítulos consecutivos con pocas tachaduras. Mis dedos se sienten encalambrados, pero felices. He alcanzado un buen ritmo y a este paso es probable que alcance el plot point final en poco tiempo. Me intereso ahora en dejar que la historia avance, que rebose la página, se amolde al resto casi con vida propia. El café no está muy caliente y eso me saca otra sonrisa, provoca una extraña necesidad por regresar a mi puesto y revisar lo que ya escribí; pero sé que no debo abusar de las musas, que debo tomar pausas necesarias para evaluar el trabajo.

Mientras me acomodo en la silla y le busco puesto a la taza tibia, mis ojos tropiezan con la caja de las pinturas y un par de lienzos; todo el material pictórico reposa en un rincón de la habitación, como esperando a que otras musas diferentes despierten de su letargo y me impulsen a motear mis dedos con tonalidades oleosas y brillantes. Los recuerdos de una época manchada llegan en suaves contrastes superpuestos: las sesiones con el artista que moderaba mis lecciones, las tardes suspendidas entre el lienzo a medio llenar y los objetos disímiles que ofrecían sus contornos para guiar mis pinceles; se trata de evocaciones tranquilas que llegan a través de música clásica y el estudio de las técnicas adecuadas para representar otra realidad alterna.

Mi vista va desde el estuche multicolor hasta las páginas llenas con una letra pausada y familiar; pienso que me he limitado a intercambiar las habilidades de un arte por el otro, que el bolígrafo sustituyó las acuarelas sin traumas ni sacrificios. Pero a medio camino descubro que la divergencia es sólo aparente, difuminada. La tarea del escritor no difiere tanto de la del pintor: ambos deben esforzarse por plasmar con fidelidad una imagen que se mueve inquieta entre los pliegues de la memoria; los dos necesitan echar mano a dosis excesivas de disciplina para cuidar el trazo de los personajes, el tono utilizado en las características, la composición adecuada para alcanzar un equilibrio cromático entre las líneas y las formas. En fin, ensuciarse mucho, borrar y volver a empezar, una y otra vez.

El resultado final nunca será satisfactorio; siempre se querrá cambiar un color, agregar otra escena, diluir una tonalidad, desaparecer un personaje, cambiar el punto de vista, rodar algún signo de puntuación, alcanzar un acabado diferente al que se tenía en un principio. Pero allí radica la belleza de la creación, en esa metamorfosis constante y pasajera que amenaza y auspicia el trabajo. Se trata de una labor sin comienzo ni punto decisivo que cierre el párrafo. Existen las variaciones, la sustitución de un fondo, la superposición de nuevos colores.

En la medida en que regreso a las páginas escritas pienso que es preciso agregar los nuevos capítulos con pinceladas sueltas, cuidando también la linealidad en la historia, pero entiendo que se asemeja a un trabajo en progreso. Intuyo que otros capítulos serán anexados con cuidado, incorporados a la labor creativa con atención a los detalles y las líneas hechas. Y de vez en cuando uno debe alejarse, dejar que la pintura fresca se seque sobre el lienzo, para regresar luego y comprobar si la mixtura resulta satisfactoria, si existe coherencia entre las partes; así, paso a paso, se podrá llegar a una posible conclusión que llene las expectativas. A lo largo del trayecto serán precisos unos retoques aquí y otros más allá, hasta que la visión entera casi se desborde del marco que hemos escogido, que adquiera esa vida propia que anhelamos transmitir y que en contadas ocasiones se logra.

Mis palabras de colores manchan el papel con imágenes maravillosas; esto es muy subjetivo, por supuesto. Por ahora apenas me contento en descifrar matices nuevos, experimentar con otras gradaciones, distintas tonalidades narrativas. Total, siempre se puede echar mano a la trementina y empezar otra vez. Nada es definitivo, ni siquiera sobre una tela tan rugosa.

3 de agosto de 2009

Los personajes particulares II

A media mañana me tomo una pausa para salir y fumar un cigarrillo. Se trata de un paréntesis reflexivo, contemplativo. La calle está vacía, tal vez por los oscuros nubarrones que cruzan con lentitud sobre este sector; aunque el calor es sofocante, se pega a la piel como una sombra invasora. A lo lejos, en la esquina donde comienza la calle, una pareja cruza e inicia su largo recorrido hacia donde estoy.

Ella es una mujer alta, madura, bien formada; se asemeja a una amazona que ha superado grandes batallas. El hombre que la acompaña no es muy alto; más bien es grueso, compacto. Forman una pareja contrastante y llamativa. Me recuerdan a los personajes que Carson McCullers utilizó en La balada del café triste. La mujer va vestida con tonalidades fuertes, intensas; el maquillaje en su rostro es excesivo, apenas tan temprano. Él lleva colores pardos, oscuros. Parece que se complementan en un nivel íntimo, secreto. Noto que los labios se mueven, que conversan entre ellos; algunos fragmentos me alcanzan con claridad, pues el timbre que tiene la mujer es bajo, grueso.

Mi jefe me ha hablado antes de ellos, aunque no mucho. A ella la conocen como María La Ronca y era una conocida prostituta. Él era un antiguo cliente que quiso sacarla de esa vida miserable y decadente. Ella se avino a sus deseos sin protestar. Por un momento, conforme caminan frente a mí, me pregunto si esta antigua meretriz sentirá algo de amor por su diminuto caballero andante, quisiera saber lo que cruza por la mente de ella mientras hacen el amor, si acaso él se arrepiente de la decisión tomada; el diálogo íntimo que se ejecuta entre ellos cuando están solos.

Porque la verdad es que nunca los he visto interactuando con otras personas; se parecen a esos personajes reiterativos que aparecen a lo largo de una novela extensa: nunca expresan opiniones, no participan directamente en la trama; pero están allí, inmersos en la historia, forman parte del paisaje de fondo. Son figuras representativas, nunca protagonistas. Pero hoy la mujer escoge fruncir sus labios y regalarme una sonrisa: se trata de un gesto cordial, neutro. Ella ignora mis pensamientos, tanto como yo desconozco los detalles precisos de su historia. Por un ínfimo segundo hubiese querido levantar la mano y detenerlos, preguntar cualquier cosa, suscitar una conversación. Me siento hechizado por sus personajes. Temo que pueda malinterpretar mi curiosidad, así que devuelvo su sonrisa y sigo fumando en silencio.

Casi al final de la tarde, ese mismo día, llega una anciana a la oficina para vender dulces. Suele aparecer una semana sí y otra no; esta vez se sienta y nos envuelve con sus diatribas domésticas mientras mis compañeras de trabajo escogen entre los múltiples confites. Me excuso para encargarme de la cafetera y lavar las tazas; la voz de la anciana me persigue hasta el rincón donde me entretengo preparando las minucias de la merienda.

Entonces, de pronto, el sonido de su voz penetra hasta lo más profundo. Intuyo que esa cadencia sonora habrá de reproducirse en uno de mis personajes, las mismas articulaciones, el mismo maltrato del lenguaje. Me olvido de todo y me transformo en una grabadora humana, queriendo captar hasta el último fragmento, cada una de las frases que la vieja emplea, la modulación que la caracteriza. A solas, sonrío. He descubierto que mis personajes particulares aparecen cuando menos los espero, para regalarme un retazo de sus historias sin contar, un trozo de sus vidas anónimas, un vistazo de verosimilitud siempre bien agradecida que incorporo en mis narraciones, a mi diario.

28 de junio de 2009

Un placer egoísta.

Desde la noche anterior me entusiasma un pequeño cosquilleo por todo el cuerpo; se trata de una infantil anticipación, mi mente imaginando posibles escenarios, felices descubrimientos que no espero, y me quedo dormido queriendo soñar con los nuevos autores que finalmente encontraré. Ellos estarán allí, esperando por mi llegada, aguardando el roce de mis dedos sobre sus cubiertas, haciendo un guiño literario para atraer mi atención.

El viaje hasta Caracas lo hago preñado de posibilidades; los comienzos son siempre así. Hago el trayecto en calma, fijándome en el paisaje que me rodea, intentando gozar de este ambivalente día de junio donde ya no es verano, pero tampoco es invierno todavía. Es sábado, casi no hay tráfico que entorpezca mi inocultable apresuramiento por llegar a las librerías, lo disfruto aún más.

El reloj digital de mi teléfono celular marca una hora intermedia (poco antes del mediodía) antes de quedar a oscuras. Lo apago queriendo evitar cualquier llamada inesperada; no quiero que nada ni nadie intervenga en el diálogo silencioso que me propongo realizar. Es un placer egoísta, sí, lo confieso. Antes he intentado explicar mis secretas aficiones, pintar con colores realistas las pulsiones de mi ansiedad; pero muy pocos entienden a plenitud. Entonces escojo disfrutar de mi pasión a solas, sin preguntas innecesarias, sin comentarios no requeridos, ajeno a todo aquello que pueda distraerme dentro de mi activa búsqueda literaria.

Algunos prefieren un paseo silente, una caminata alejada de todo bullicio, en escenarios naturales; otros optan por los deportes extremos, las risas, el juego que recrea la vitalidad exprimida; hay quien se decanta por excursiones gastronómicas, la sensación de los sabores; y existen también las personas que huyen de la soledad en todas sus formas, no entienden el pausado goce de estar con uno mismo, la comunión íntima que ofrece el pensamiento. Todo es válido, no obstante.

Pero no estoy solo en esta afición; otras amistades me han confesado que disfrutan mucho estando absortos en cualquier librería. Por supuesto, es un poco difícil que aquellos ajenos a las tareas literarias puedan asimilar a plenitud este aislamiento, ese deambular impreciso entre libros viejos y nuevos, la ausencia de distracciones que no sean las distintas tramas, propuestas y ensayos narrativos que ocupan momentáneamente la atención.

Cada quien en lo suyo, pues. Porque también me canso de dar explicaciones, intentar que el otro o la otra entiendan las razones de mi escogencia. A muchos les encanta irse de parranda a la playa un sábado por la mañana; a mí no, con sinceridad. Y no se trata de que no me guste, no; es porque tengo placeres prioritarios, elementales, sencillos. A mí que me dejen en una librería toda una tarde y me considero feliz. Quizás el fin de semana que viene me escape a la playa; pero si me ponen a escoger, no hay paisaje que valga.

Reconozco en ello un gozo neurótico, íntimo, casi incomprensible. No puedo evitarlo. Ya ni siquiera me interesa explicarlo. Es un placer particular, individual, ambicioso. No me gusta que la gente me hable, hago todo lo posible por pasar desapercibido, a menos que requiera preguntar algo específico: el precio, otro material del mismo autor, posibles fechas de entrega, etc. La primera librería donde me encierro me ofrece muchos títulos actuales, ofertas editoriales de temporada, portadas multicolores; pero me dejo tentar por anaqueles posteriores, esos que se esconden casi al final. Allí descubro algunos autores interesantes, de cuyos trabajos he leído algunas reseñas sugerentes. El mundo exterior cesa de existir, se aleja, se desvanece durante el tiempo que dura mi paseo entre páginas ajenas y recién descubiertas. Después, al final de la tarde, todo lo que mi cuerpo pide es una generosa taza de café.

He estado en las librerías Alejandría y El Buscón. El viaje de regreso lo hago exultante, alegre, estirando la mano con cierto regocijo para acariciar los libros que he comprado. Permanecen junto a mí en silencio; quiero imaginar que su euforia es similar a la mía, contagiosa, casi inexpresable y muy egoísta.

20 de junio de 2009

Los personajes particulares.

Un amigo me pide acompañarlo para hacer algunas diligencias. Es a media mañana, con un movimiento pausado de la gente a nuestro alrededor. En determinado sitio, él desciende del vehículo y me entretengo observando a los transeúntes. Por la acera se acerca una anciana con paso lento; desde donde estoy puedo detallar sus labios moviéndose, pero camina sola. Está sola.

Cuando pasa junto a mí logro escuchar vagamente el sonido difuso de sus murmuraciones, se trata de una queja inaudible, elusiva, pero persistente. Todo el asunto dura pocos segundos, aunque la impresión es muy fuerte; se asemeja al inesperado fogonazo de un flash fotográfico. En ese momento descubro que habré de incluirla en la novela; no sé dónde, no sé cómo, pero intuyo que su figura susurrante se cruzará con uno de mis personajes. Esto no lo sabe ella; apenas logro discernirlo yo.

Ella hace una pausa no muy lejos de donde permanezco sentado. La anciana ni siquiera me ve, ignora que escudriño sus movimientos, sus cavilaciones en voz alta. Es un personaje particular que ilumina el resto de mi mañana. Poco después, ya en mi oficina, me entretengo pensando en todas esas personas que cruzan frente a nosotros, que por una u otra razón captan nuestra mirada, nuestra atención. Los reconozco porque son seres que se escapan de lo normal, caminan con un paso distinto al del rebaño.

Entonces me descubro analizando los personajes que pueblan mi novela; están definidos por características que evidencian su línea de conducta. Por supuesto, me ayuda mucho que algunos de ellos estén basados en personas reales, gente que conocí hace mucho tiempo; pero también he aprendido sobre la marcha que no siempre debo ajustarme a la realidad, que puedo jugar todo lo que quiera con la ficción. Así, he podido agregar situaciones que nunca sucedieron, personas que jamás se conocieron entre sí, alterar la línea tiempo-espacio, incluso mezclar varios personajes en uno solo. Como creador, me asombré ante las infinitas posibilidades que tenía frente a mis dedos. Un mundo aparte, verosímil sí, pero muy particular.

En lo sucesivo me he encontrado en situaciones similares. La última vez fue en el gimnasio. Mientras esperaba mi turno para entrar a la clase de spinning, una chica llegó y tomó asiento frente a mi mesa. Se veía joven, muy maquillada, demasiado bien vestida para esa hora del día; debajo de todo esto, un inocultable sesgo de miseria delataba su pobre extracción social. Mi imaginación comenzó a elucubrar los detalles de su vida, la vida que yo quería que ella tuviese. Pronto saqué el pequeño cuaderno que siempre llevo conmigo y comencé a tomar anotaciones tan rápido como pude, sin preocuparme por la lógica de lo que escribía:

Veo en ella a una muchacha pobre, de poca cultura. El cabello es rubio, largo, quizás un tanto desordenado en las puntas. Se nota que lo ha peinado, pero no parece importarle más de allí. Es delgada, muy delgada. Su rostro está maquillado en exceso, agregándole edad a sus facciones. Lleva zapatos de tacón alto, plateados. Cubre su torso con un strapless de intenso color rosa. Intuyo que utiliza colores para impresionar; todo en esta chica está configurado para impresionar. Los colores, el maquillaje, la postura desenfadada que disfraza su temor adolescente. La breve llamada telefónica que hace me permite discernir que espera a alguien; es probable que se trate de algún hombre del gimnasio”.

Entonces inventé el breve fragmento de su historia: “Quizás está enamorada, o cree estarlo, de un chico que la ha seducido con palabras poco corrientes dentro de la marginalidad en la que vive. Ese chico puede transformarse en una oportunidad entre miles. Ella necesita gustarle, atraerlo como una araña a una mosca. Presumo que la muchacha desconoce las reglas del juego en el que se está atreviendo. Toda su historia, desde que era una niña, la ha traído a este momento; toda su historia la empuja a avanzar, a trascender la clase en que ha nacido. Ya ni siquiera se queja por sus circunstancias; hace mucho aprendió que eso no resuelve nada. Lo único que le interesa es sobreponerse a las demás, dar batalla, no permitir nunca que el agua suba más allá del cuello.

Es una chica pobre. No ha estudiado lo suficiente, no tiene trabajo, no tiene dinero. Carece de ventajas naturales. Con lo único tangible que cuenta es con su cuerpo; ése lo puede palpar, limpiar, utilizar. El único bien que puede canjear y del cual obtener un beneficio es su propio cuerpo. También eso lo ha aprendido desde pequeña. Así, sin escrúpulos, sin vergüenza, sin remordimientos, avanza, lo exhibe; lo vende al mejor postor. Tal vez una de estas noches tenga suerte y encuentre uno de esos galanes que las telenovelas venden con cada capítulo. La ficción parece haberse inspirado en la realidad, o viceversa.

Hay algo en el aroma. No lleva perfume. Huele a jabón
”.

Como esta muchacha, me he topado con otros personajes reales a quienes luego creo una historia paralela, ficticia, mía. La inspiración está allí, a mi alrededor, sólo es cuestión de estar atento, consciente; ahora, cuando ando en la calle, trato de agudizar mi vista lo mejor que puedo. Cabe la posibilidad de que mi próximo personaje particular esté esperando por mí.

7 de junio de 2009

La boda.

Llegué a la iglesia bien entrada la mañana, con un sol que amenazaba con quemar las sombras. Había poca gente allí reunida. Nada más entrar casi tropecé con una vieja amiga, un rostro pretérito que me alcanzaba con una sonrisa fresca y un abrazo sincero. Nos sentamos juntos, cerca del altar. Justo entonces, poco a poco, los demás invitados comenzaron a llegar; también el novio, por supuesto. Él se acerco después de haber saludado a otras personas y estrechó mi mano con seguridad, quizás feliz de estar en esta iglesia extranjera, en este pueblo extraño, rodeado de personas nada familiares; pero su sonrisa evidenciaba el regocijo, el tenue nerviosismo, la ambivalencia de la espera.

Ella llegó con unos minutos de retraso. Era la novia: podía permitirse ese gesto femenino. El cortejo nupcial comenzó su recorrido y descubrí que su hermana lucía radiante, hermosa; tal vez un anticipo de la mujer que estaba a punto de seguir sus pasos. No quedé decepcionado. Yira comenzó su entrada del brazo de su padre. Mi querida amiga se notaba luminosa, expectante, posiblemente trémula debajo del traje de gasa color vainilla, sin velo; aunque confieso que se trataba de una imagen espectacular, única. Y de pronto, mientras ella daba sus primeros pasos hacia el altar, no la vi como era sino como la adolescente que yo había conocido veinte años atrás.

Recordé los escarceos iniciales, las conversaciones prolongadas, los debates ideológicos, el cariño sincero que comenzó a echar raíces dentro de nuestros corazones; Yira había sido una de esas amigas con las que se podía hablar de cualquier cosa, de un tema al otro, de todo. Desde el principio nos unió esa singular empatía que raras veces se consigue en abundancia. Con ella aprendí las sutilezas del lenguaje visual: muy pronto descubrí que no hace falta decir mucho si la mirada desentraña los silencios.

Entonces aquella delgada e inquieta muchachita que vi por primera vez, curiosa y llena de pasiones, se metamorfoseaba en esta mujer que con paso lento iba al encuentro de su marido. Pero a mitad de camino hubo una alteración, un pensamiento irreprimible, una ausencia latente en lo profundo de su corazón. El amago de lágrimas se precipitó por encima del maquillaje, se hizo una pausa y casi sentí la presión de sus dedos en el brazo paterno, buscando un apoyo inmediato para aquella sensación inesperada. Los segundos se sucedieron en lenta agonía hasta que la novia pareció hacer una íntima inspiración y dio el siguiente paso, luego el otro, hasta que la marcha continuó.

Yira alcanzó a Manolo antes de que la preocupación tomara asiento junto a los invitados; y la boda prosiguió su curso esperado, con la liturgia, la lectura de los evangelios, la comunión y las promesas compartidas por los novios. Todo eso sucedió antes de que finalmente explotaran las sonrisas, los abrazos y los estallidos consecutivos de las múltiples cámaras. Mi amiga celebraba un rito pospuesto, se animaba a cerrar otro círculo, abría un nuevo capítulo dentro de su historia. Y yo me sentía muy feliz por ella.

El banquete de bodas fue programado en un pequeño restaurante. La celebración fue íntima, tibia, amena como sólo un matrimonio en un pueblo de provincias puede ser. La música nos paseó a lo largo de esa inolvidable tarde, con bailes y risas para marcar la ocasión; desde un conjunto de cuerdas para interpretar piezas clásicas hasta un set de merengue ochentoso que obligó a la novia a transformar su vestido, sobre la pista, para poder ejecutar los vaivenes de una época más rebelde y pachangosa. Y mientras bailábamos, ella se atrevió a sugerir:

―Me muero por saber cómo escribirás sobre esto en tu diario.

Pero lo más importante fue la alegría, el regocijo, el gozo suspendido que pudimos compartir unos con otros, y con la pareja nupcial. Fue una tarde memorable, maravillosa; y me sentí profundamente agradecido con ella por permitirme disfrutar de esta celebración especial, única, irrepetible.

Me tocó despedirme de los novios hacia el final de la tarde. Ella protestó, como era de esperarse; su esposo, probablemente ya acostumbrado a nuestro peculiar lenguaje, se limitó a sonreír antes de opinar que debía atenerme a la negativa de su mujer; pero había alcanzado mi propio límite. Necesitaba regresar a mi espacio, a mis páginas, a mi diario. Ella sostuvo mi mirada un par de segundos, sopesando una idea, antes de decidir acompañarme hasta el estacionamiento.

―Cierra los ojos ­―me dijo ya junto al carro. No pude evitar, una vez más, rememorar nuestros juegos adolescentes. Ambos reímos al mismo tiempo. Ella continuó―: ¿No confías en mí?

Me animé a colaborar, aunque sólo cerré un ojo. Nuevas risas me empujaron a permanecer expectante en una inquieta oscuridad. Escuché el crujir de la gasa de su vestido, sentí su mano en mi hombro, pero no quise arruinar su sorpresa. Al cabo de varios segundos, Yira me invitó a abrir los ojos. Frente a mí sostenía el pequeño liguero de encaje y cinta azul.

―Quiero que lo tengas tú. ¿Quién mejor para recibirlo?

Una tímida protesta se inició en mi garganta, pero su abrazo acalló cualquier duda remanente. La apreté entre mis brazos, disfrutando de ese aroma íntimo, la esencia de su ser, ese que va marcado por encima y debajo de su piel, armando en mi mente un mosaico de recuerdos y promesas inconclusas. Supe entonces que nuestra historia marcaba un nuevo comienzo, lejos de la pubertad, internándonos en la madurez exquisita de la vida adulta. Nos miramos fijamente antes de compartir una frase que se ha transformado en nuestro mantra particular:

―Seguimos juntos.

1 de mayo de 2009

Paris, je t'aime. (I)

Llegamos al aeropuerto de Madrid con casi una hora de retraso. Traté de moverme lo más aprisa que pude entre los diferentes viajeros, intentando alcanzar la puerta donde haría mi conexión; pero fue un esfuerzo infructuoso. Ya había perdido demasiado tiempo y debía ingeniármelas para conseguir cupo en el siguiente vuelo hacia París. Por suerte, no me costó mucho localizar el mostrador de la línea aérea. Logré que me atendiera un chico amable y atento, pero me indicó una y otra vez que el vuelo que seguía estaba completamente lleno. Me pidió algunos minutos para ver qué podía hacer. Prometí regresar. Mi aventura europea no comenzaba con buen pie.

Calmé un poco mi frustración al poder tropezar con uno de los mínimos espacios donde se podía fumar dentro del aeropuerto. Quedaba en un pasillo ligeramente alejado de la multitud que iba de un lado al otro. Saqué el paquete, encendí un cigarrillo e intenté desconectarme por algunos minutos. Reconocí junto a mí a una chica que venía en el mismo avión desde Caracas. Intercambiamos una sonrisa de reconocimiento y ella se presentó. Su nombre era Paola, en camino hacia Milán. Luis Guillermo, le dije, con rumbo a París. Y de nuevo sonreímos.

Después de haber fumado, deambulamos con calma a través de la enorme terminal aérea. Barajas me impresionó por sus dimensiones, pulcritud y complejidad. Paola me acompañó de nuevo hasta el mostrador de antes y me observó expandir los labios cuando el muchacho confirmó mi puesto en el próximo vuelo. Una vez más me explicó la dirección hacia la puerta de embarque y la hora precisa en que debía estar allí. Luego nos informó a Paola y a mí que la aerolínea pedía disculpas por esta alteración de itinerario y se ofrecía a pagar el desayuno para todo el pasaje en una cafetería cercana. Yo no partiría antes de tres horas y ella debía esperar hasta el mediodía, así que aceptamos con gusto.

No recuerdo el nombre del establecimiento, pero sí que estaba bastante repleto de rostros familiares de la travesía desde Caracas. Sin pensarlo mucho gravitamos hacia un grupo cercano y nos sentamos luego de sonreír y comprobar esa ligera familiaridad que ofrece estar embarcados en una misma situación impredecible. Después de ordenar el café y un desayuno frugal, pude comprobar que los allí reunidos formábamos un grupo heterogéneo y multicultural. Se suponía que íbamos juntos hasta Madrid, pero luego cada quien tomaba un destino particular, con sus historias personales, sus expectativas, sus propios proyectos. No pude evitar pensar que todo aquello me recordaba mucho una de esas tramas literarias donde reúnen a un grupo de viajeros durante un corto período de tiempo y así mezclar las diferentes tonalidades y dramas particulares.

Soy disperso, lo confieso; y por algunos minutos me hubiese gustado permanecer allí, escuchar los relatos ajenos, las aventuras inesperadas que aquel retraso representaba para cada uno: la esposa con dos hijos que regresaba a Florencia; el comerciante que esperaba molesto poder llegar hasta Atenas; la anciana que visitaría a sus nietos en Tel Aviv; la actriz que esperaba confirmar una propuesta en Londres, y así sucesivamente. En mi mente decidí bautizar al grupo como la Mesa Internacional, y me causó una anticipada nostalgia tener que levantarme y repartir despedidas. Es curioso cómo nos conectamos de inmediato cuando nos enfrentamos a una situación que escapa a nuestro control. De cualquier forma, mi vuelo hacia París era el primero, así que me tocó inaugurar la separación. Un coro de buenos deseos recorrió la Mesa Internacional antes de separarnos.
Llegué a Orly en un parpadeo y casi no tuve tiempo de asimilar el cambio de horario ni el cansancio acumulado. París me recibía con un día nublado y ventoso, aunque eso poco importó al constatar que finalmente estaba en la ciudad que más me atraía del mundo; la ciudad de los cafés nocturnos y las maravillas arquitectónicas, de los artistas y escritores de una generación brillante; la ciudad de Anaïs Nin y Henry Miller, de Jean Cocteau, Hemingway y Gertrude Stein, de Picasso, Giacometti y Modigliani, de Brancusi, Matisse y André Breton. ¡Al fin! Mi regocijo explotaba más allá de mi contención. Me entregué a ese íntimo placer mientras el taxi me conducía a través de las diferentes avenidas y edificios antiguos. Fue un momento placentero, muy placentero.

28 de abril de 2009

Travesía literaria.

La Semana de la Nueva Narrativa Urbana terminó dejándome con la sensación agridulce de observar a través de un caleidoscopio; allí se mezclan rostros, emociones, risas, celebraciones, lecturas y múltiples significados. La posibilidad de interactuar con otros autores me llenó de regocijo, orgullo y apremio por escribir más y mejor. Es necesario. No hay vuelta atrás.

Me tocó llegar al domingo con la vaga sensación de estar regresando de un prolongado y memorable viaje; con fotos incluidas, por supuesto. En esa travesía literaria pude conocer a personajes excepcionales, mentes brillantes y atormentadas por esa inexcusable necesidad de llenar página tras página. Son mis pares, mis compañeros de batalla, ese reflejo borroso en que me transformo cada día sin darme cuenta de ello.

El evento ofreció la oportunidad, a través de sus cinco sesiones, de poder conocernos, aprender unos de otros, evaluar posibilidades, sorprendernos ante los textos, fantasear con prosas ajenas, cerrar lazos que prometen futuros encuentros. También hubo tragos, risas, discusiones, debates, aclaratorias, nuevas risas, nuevos tragos, promesas, recuerdos y esa tibia sensación de pertenencia que nos agrupaba y contenía a un mismo tiempo.

Ha sido una experiencia memorable dentro de su dinámica particular. Superó mis expectativas. El contacto directo con el público y sus diferentes apreciaciones fue algo que me enriqueció bastante, me enseñó mucho; supongo que mis compañeros de lectura deben haber experimentado una sensación similar. Y lo más sabroso fue que pudimos reír a través de las jornadas, gozando de cada momento efímero y compartiendo al máximo.

Regreso con las manos llenas; repletas de sonrisas, historias, conversaciones. ¿Qué más puedo pedir?

5 de abril de 2009

El último invitado.

Nuestra reunión ha terminado. Simonote y su esposa parten, pero Ludovic –como es habitual- quiere más. “Otro trago antes de partir”, pide. Yo accedo. De alguna forma especial intuyo que me estoy adentrando en terreno peligroso; poco importa ya. Es como si las cartas estuviesen echadas y la partida careciese de vuelta atrás. Ludovic se toma un trago y habla bastante; luego se toma otro. En determinado momento pregunta sobre mis escritos y le dejo saber acerca de los cuentos eróticos. Quizás sea el efecto del alcohol en mis venas, tal vez se trate de la mirada incisiva de mi invitado, o su profundo tono de voz; lo cierto es que terminamos en mi habitación, buscando páginas impresas, leyendo historias sobre el sexo entre dos hombres. Es probable que escuche las campanas de alarma encenderse en mi cerebro, aunque lo más seguro es que deseche la voz de la razón. Antes ha sido así.

Ludovic lee mis cuentos con avidez, es un lector voraz. Le lectura que realiza agasaja mis sentidos, estimula mi ego, enciende mis deseos; pero no lo digo. Él se levanta, se acerca, se acerca mucho a mí. Mi respiración se acelera un poco, sólo un poco; creo que mi invitado lo presiente; creo que intuye muy bien mis ganas, mi ansiedad mal disfrazada. No retrocedo.

―Esto es muy bueno –dice-. Quiero leer más.
―¿Te gusta?
―Sí. Tu descripción es muy buena.
Sin agregar nada entorno los párpados y me aventuro a jugar.
―¿Qué? –ríe él. Sigue estando muy cerca.
―¿Qué tan buena es mi descripción?

Ludovic ensancha su sonrisa intoxicada y responde con una mirada prolongada. Es como si nos hubiésemos adentrado en un territorio donde no existieran las palabras. La esencia del momento se torna agobiante.

Muy buena –responde al fin.

Dejo que haya otra pausa porque disfruto con la electricidad que nos une y repele a un mismo tiempo.

―¿Qué tan buena? –insisto.

Él contesta con una nueva sonrisa antes de tocarse entre las piernas. Entonces dice:

―Tus cuentos me excitaron. ¿Es eso lo que quieres saber?

Bajo la vista con lentitud, siguiendo la línea de su brazo hasta llegar a los dedos que aprisionan la entrepierna. Mi respiración se acelera un poco más.

―Me estás jodiendo, ¿verdad? ¿Por qué será que no te creo?

Ludovic sostiene mi mirada con descaro.

―Si no me crees, tócame. ¿Para qué voy a mentirte?

Un ínfimo titubeo antes de extender mi mano hacia su pantalón. Mis dedos exploran con cuidado hasta descubrir el bulto duro que forma su erección. Sólo entonces creo percibir el accionar metálico de la trampa al cerrarse. Con una deliciosa lentitud recorro la extensión de su carne prensada. Si acaso, él se permite otra de sus diabólicas sonrisas.

―¿Ves que no te miento? –dice. Yo no contesto. Estoy más allá de cualquier verbo. Ahora soy sangre, pulsión sexual, deseo. Y él lo sabe. No sé cuánto tiempo pasa hasta que me acerco más a su cuerpo y paso mi brazo en torno a su cuello. Ludovic permanece inmóvil, neutro, aunque no detecto rechazo en su gesto de complacencia. Entonces, en un gesto automático, mi boca busca la suya. Un movimiento sutil de su cabeza aleja los labios entreabiertos. En mis ojos se forma una pregunta silente.

―Sólo beso a mi esposa –contesta. Yo entiendo. Aún así, el pequeño anticlímax no desacelera el movimiento de mis dedos sobre su sexo. Una vez aclarada la situación, revelado el juego, él se relaja lo suficiente como para permitirse hundir una de sus manos entre mis glúteos. El gesto imperativo me une más a él. Su cuello queda tan cerca que no puedo evitar la expresión de mi deseo a través de suaves mordiscos y besos salpicados con lascivia. La cadencia de los dedos entre mis nalgas se multiplica, gana velocidad. Me convierto en una masa anhelante y vulnerable. Ambos sabemos que ya puede hacer conmigo lo que le plazca. Me transformo en la marioneta de sus antojos, y él no pierde tiempo en mover los hilos.

―Quítate el pantalón –pide mientras deshace mi abrazo y me empuja contra el escritorio. Las viejas páginas con mis narraciones ficticias amenazan con cobrar vida bajo mis manos; las suyas, siempre diestras, dejan mis caderas al descubierto sin pérdida de tiempo. Mi cuerpo yace sobre el escritorio, las piernas abiertas, boca abajo; pero Ludovic prolonga la agonía. Tiene dedos largos que dibujan con fidelidad la curvatura de mis nalgas, explora bien entre ellas, lubrica con precisión. Sólo en ese momento se permite ajustar posiciones, ya seguro de que será recibido con gusto. Penetra con fuerza, hasta el fondo, y hace caso omiso al quejido que se diluye en mi garganta.

Ludovic no habla, no dice nada; sabe que es innecesario. Deja que las rítmicas embestidas de su sexo verbalicen su hambre. El contacto de la piel desnuda entre mis muslos me excita aún más. La carne suave y tibia acrecienta el deseo más allá de lo confesable. Mis piernas pronto se encalambran con un lamento placentero. Él no lo percibe, o no dice nada al respecto. Las manos invitadas se aferran a las caderas, luego a la cintura; después el ajeno reposa sobre la espalda acongojada. Ha sido un viaje fugaz hacia el abismo de los sentidos. Aún sobre mí, dentro de mí, compartimos una última trasgresión: ladea mi rostro con delicadeza y deja el roce de un beso sobre mis labios. Entonces compartimos una sonrisa.

Superada la euforia, vaciada la esencia masculina, me observa con atención antes de decir:
―No irás a escribir sobre esto, ¿verdad?
―No.
―¿Lo prometes?
―Lo prometo.

29 de marzo de 2009

Los personajes secundarios.

Julio César me sonríe desde el otro lado de la habitación. Yo imito su gesto y me acerco entre la animada concurrencia. Nos une un rápido abrazo, nuevas sonrisas y el flujo de palabras atropelladas cuando ambos intentamos iniciar el diálogo al unísono. Es asombroso descubrir que ha cambiado muy poco; me pregunto si él me encuentra igual. Reconozco la mirada afable, limpia; así como el tono de voz ligeramente nasal, apresurado. Han pasado casi veinte años desde nuestro último encuentro; mucho tiempo durante el cual, estoy seguro, es bastante lo que ha sucedido en nuestras respectivas vidas.

Mientras Julio César habla y me cuenta sobre su esposa y sus dos hijas, no puedo evitar rememorar la última oportunidad en que nos vimos. El recuerdo me golpea con una precisión certera. Fue en el cumpleaños de nuestra amiga Norma; sólo que ese evento permanece indeleble por otras circunstancias. Fue allí que conocí a Roberto y donde se inició una relación amorosa poco convencional. Me avergüenza discernir que la presencia de Julio César ha quedado desdibujada por la intensidad de mi primera historia de amor. Pero él no lo sabe, no lo adivina más allá de la sonrisa que permanece en mis labios y la disimulada atención que parezco prestar a sus palabras.

Aún así, mientras él me deja saber sobre sus andanzas laborales, no puedo evitar preguntarme qué podría pensar mi viejo amigo si supiera que en la última vez que nos vimos quedó abandonada mi inocencia adolescente. Julio César también conoció a Roberto, ¿qué impresión puede haberle causado? ¿Acaso lo recuerda siquiera? La fiesta de cumpleaños de Norma permanece como la génesis de mi historia, el primer capítulo de mi trama particular; pero como todo relato, aparte de los personajes principales, también existen los secundarios. Ellos confieren un peso adicional a la ficción que se narra, llenan algunas páginas, ofrecen un contrapeso necesario para sostener a los protagonistas. Así, entonces, Julio César representa una de esas sombras difusas que se desplazan entre las páginas iniciales. Durante un segundo me asalta la interrogante de si sería posible que mi amigo sospechara el papel que le he adjudicado dentro de mi narración.

Julio César, sin proponérselo, me hace pensar en los otros personajes secundarios que me circundan. Son esas personas a las que prestamos poca atención, que apenas se sienten a nuestro alrededor, seres cuyas palabras rara vez escuchamos; pero están allí, y sus historias –de una u otra forma- también son importantes. Es lógico pensarse como el protagonista de nuestra propio relato existencial pero, ¿qué seríamos sin esas voces que discurren junto a nuestras frases? Algunas veces, sin percatarnos, una simple palabra dicha por alguien a nuestro lado cambia por completo la línea del pensamiento que llevamos; o es esa mirada fija a través de una multitud que nos alerta sobre algo indefinido; también el roce de una piel desconocida que logra retrotraernos hacia una experiencia casi olvidada.

Por lo general se trata de detalles nimios, casi imperceptibles, pero que ayudan a consolidar nuestros pasos sin que nos demos cuenta de ello. ¿Acaso ese perfume que percibimos inesperadamente no nos recuerda a otra persona? ¿La forma de caminar de alguien evoca los pasos de un viejo amor? ¿Una comida trae reminiscencias de una época diferente? La mujer que lleva ese perfume y el hombre que camina delante de nosotros y los comensales que comparten su hora de almuerzo en la mesa contigua, bien podrían transformarse en personajes secundarios.

Ahora veo a Julio César, frente a mí, con ojos diferentes. Y en la misma tónica, divago: ¿cómo quedaría mi historia contada desde su perspectiva? ¿De qué manera describiría –lo recuerdo bien- mi risa nerviosa y las miradas subrepticias que cruzábamos Roberto y yo durante esa primera noche? ¿Ofrecería él una versión totalmente opuesta? Por un momento me provoca interrumpirlo y preguntar si recuerda aquella noche, a Roberto, el tibio acercamiento que se propició delante de todos; pero desisto pronto. Es probable que se asombre y me crea desequilibrado. De todas formas, poco importa ya.

Antes de lo esperado otra persona se acerca a saludar. El tema de la conversación se bifurca, se diluye; luego, en el transcurso de la fiesta, Julio César y yo intercambiamos promesas de volver a vernos, números telefónicos, fechas propicias para salir y tomarnos algo. Intuyo que muy en el fondo, los dos sabemos que es poco probable que semejante reencuentro se efectúe: nuestros caminos se han separado demasiado; pero ninguno lo menciona. Ya en la madrugada, conforme abandono la fiesta, me detengo un momento en los escalones de la entrada y observo a los pocos invitados que quedan; me pregunto si alguno de ellos ha reparado en mi charla con Julio César, si este a aquél prestó atención a nuestro diálogo; o si, por el contrario, dejo atrás a otro personaje secundario que pudiera adivinar mis pensamientos y descifrar lo que he aprendido hoy.

Giro y avanzo con una sonrisa. Ya habrá otras reuniones y otros personajes y otras historias. Lo importante es que la trama continúa.

15 de marzo de 2009

IV Semana de la Nueva Narrativa Urbana

La Semana de la Nueva Narrativa Urbana nació con la idea, según lo declarara Héctor Torres en una entrevista, de “ofrecer un espacio para la promoción de esas voces narrativas que estaban en formación, a fin de que compartieran sus textos con el público, acompañados de un presentador (un autor más experimentado) que comentara los textos leídos”. La concepción original provino de Ana Teresa Torres y contó con el auspicio del Club Pen de Venezuela y la Fundación Cultural Chacao.

Esa primera edición introdujo la participación de Adriana Villanueva, Carlos Villarino, Enza García Arreaza, Fedosy Santaella, Iria Puyosa, Javier Miranda-Luque, Jesús Nieves Montero, Jorge Gómez Jiménez, Krina Ber, María Ángeles Octavio, Pedro Enrique Rodríguez, Roberto Martínez Bachrich, Rodrigo Blanco Calderón y Salvador Fleján. La dinámica de la jornada fue bastante sencilla: introducir a tres autores por noche para que presentaran sus textos y fuesen comentados por un escritor ya reconocido. El resultado fue tan positivo que se organizaron posteriores ediciones del mismo evento, con nuevos y diferentes narradores.

La II Semana de la Nueva Narrativa Urbana contó con la selección de Álvaro Pérez Capiello, Víctor Vegas, Gisela Kozak, Ricardo Waale, José Tomás Angola, Carlos Ávila, Mario Morenza, Marianne Díaz Hernández, Eduardo Cobos, Carolina Rodríguez, Rafael Victorino Muñoz, Miguel Hidalgo, Arnoldo Rosas, Leopoldo Tablante y Ana García Julio.

La III edición presentó a Luis Alejandro Ordóñez, Dayana Fraile, Gabriel Torrelles, Rafael Ortega, José Urriola, Jorge De Abreu, Jorge Gustavo Portella, Ricardo Román Marcano, Olga Colmenares, Carlos Russo, Luis Enrique Belmonte, Keyla Vall de la Ville, Gabriel Payares Farías, Javier Domínguez y Rafael Osío Cabrices.

La IV Semana de la Nueva Narrativa Urbana está en proceso de producción, pero ya los escritores que participarán han sido seleccionados; me complace muchísimo haber quedado entre los integrantes de tan distinguido y prometedor grupo. Junto a mí, también leerán sus textos Lucas García París, Carlos Díaz Morillo, Rodrigo Lares, Leo Felipe Campos, Alejandro Sebastiani, Gloria Dolande, Manuel Llorens, Nestor Luis Bermúdez, Mariana Libertad Suárez, Hensli Rahn, Kaury Ramos, Vicente Ulive-Schnell, Martha Durán y Ronald Delgado.

Es una ocasión propicia y excelente para discutir acerca del lazo que nos une: la literatura en sus diferentes formas. Así, pues, que hago una invitación cordial a todos aquellos que deseen acercarse hasta el Centro Cultural Chacao, en la semana del 20 al 24 de abril del año en curso; allí estaremos todos, leyendo, dialogando e interactuando. La entrada será libre y contará con un acto de clausura después de que mis tres últimos compañeros hayan realizado sus presentaciones el día viernes.

Ah, mi lectura está pautada para el miércoles 22 de abril, a las 7 pm. Cuento con ustedes.

28 de enero de 2009

Alejandro Oliveros, on line.

Mis diarios manuscritos tuvieron muchas influencias desde un principio. Es probable que la inspiración original viniera de la lectura de uno de los volúmenes de Anaïs Nin; y la posibilidad de haber visto la película Henry & June, a temprana edad, solidificó mi interés íntimo y literario. A partir de allí me resulto incómodo no poder plasmar mis pensamientos y reflexiones en cualquier cuaderno que tuviese a mano.

Con los años, este secreto placer se sobredimensionó hasta alcanzar múltiples esferas de mi vida social. Como si se tratara de una novela no nacida, me dediqué a tomar notas de todo cuanto acontecía a mi alrededor, intentando hallar algunas respuestas huidizas a mis tempranas interrogantes. Así pude ensamblar vastas epopeyas románticas, políticas y culturales; buscando significados ocultos, investigando conceptos nuevos y ensayando el inicial amor por la palabra escrita.

Sobre la marcha pude poner mis manos en otros diarios ajenos y aprender de los ejercicios que realizaban otros intelectuales: mi colección de Anaïs Nin se fue ensanchando con lentitud; entré en contacto con la obra de Jaime Gil de Biedma, su poesía, los diferentes viajes; también Virginia Woolf y su Diario de una escritora; conocí la irreverente genialidad de Salvador Dalí a través del Diario de un genio; y así, página a página, fui ampliando mis fronteras dentro del diario íntimo.

Considero que el clímax definitorio ocurrió hace un par de años. Quedé seleccionado para participar en un taller literario donde se pretendía discutir acerca del diario íntimo como género literario. Allí me encontré por vez primera con el poeta Alejandro Oliveros –quien moderaba el taller- y el vasto conocimiento que este hombre tiene sobre literatura y cultura antigua. Fue, mi memoria lo reconoce así, un encuentro que definiría a partir de allí mi trabajo manuscrito dentro y fuera del diario.

Oliveros se permitió compartir con nosotros múltiples detalles históricos sobre el inicio de este subgénero literario, sus antecedentes, sus precursores, las figuras legendarias que habían descollado en su realización: Amiel, Rousseau, Julien Green, Ernst Jünger, Samuel Pepys, Virginia Woolf, John Cheever, Kafka, André Gide, Maurice de Guérin, Cesare Pavese, Benjamin Constant, Marie Bashkirtseff y muchos otros.

Pero no sólo se limitaba a los autores, también incluía refrescantes perlas de sabiduría en cada sesión. Pudimos enterarnos así sobre el pintor griego Apeles; el primer diario importante en la cultura occidental se produjo antes del Romanticismo; la primera obra autobiográfica fueron las Confesiones de san Agustín; los escritores norteamericanos son objetivos, mientras que los europeos tienden a ser subjetivos; el diario de Amiel es el más voluminoso; Rousseau fue el primero en “dialogar” con la naturaleza; etc.

Es por esa experiencia que la reciente noticia sobre la publicación virtual del último diario de Oliveros me llenó de gran regocijo. Se trata del manuscrito que actualmente está escribiendo, publicado en la blogósfera de forma casi inmediata, lo que nos permite acceder a sus reflexiones literarias y personales con una inmediatez propia de los tiempos que vivimos. Ya tiene tres entradas respectivas al mes de enero y promete regalarnos mucha información interesante con las siguientes entregas. Por mi parte, las espero con entusiasmo.

Gracias, Alejandro.

http://prodavinci.com/blog/tag/alejandro-oliveros/

23 de enero de 2009

Días literarios (or literary days, SD)

Si hay algo que disfruto, con intensidad, son los días literarios. Representan una bocanada de aire fresco donde puedo llenarme de conocimiento, historia y una placentera charla entre amigos escritores. Siempre existe la posibilidad de sorprenderse con un nuevo hallazgo, un autor diferente, alguna narración que pueda arrojar luces sobre la marcha que llevamos.

A través de un correo electrónico me entero que mi grupo del taller literario de Monte Ávila quiere organizar un encuentro para la próxima semana. No puedo evitar una sonrisa de satisfacción. Los amigos que allí hice permanecen hasta hoy entre mis recuerdos memorables. Son escritores muy comprometidos con sus respectivos trabajos y me agrada el hecho de que con cada reunión se ofrezcan puntos de vista serios y asimilables. Entre ellos y con ellos, en cada oportunidad que encontramos para reunirnos, surge esa magia de las palabras que tanto me estimula y me deja al rojo vivo, inspirándome para acometer nuevas páginas.

Un poco más cerca, tuve la oportunidad de establecer varias conversaciones telefónicas con mis nuevas amigas narradoras. Mercedes, Miriam y Aurora me ofrecen un oasis de comprensión y análisis que no se consigue fácilmente. Con ellas también puedo hablar durante horas, sobre todo de nuestras lecturas, los avances literarios que hacemos, las incógnitas, las dudas; es, más que todo, una amalgama de sugerencias y empatías escritas. Mediante esta amistad que ha surgido entre nosotros siento que he crecido mucho más como escritor, como artífice de páginas aún no creadas.

Y Sergio. Mi buen amigo Sergio. Una voz austral que aparece de vez en cuando y con la cual adoro conectarme en términos literarios. Anoche pudimos discutir sobre las obras de Borges, de Pedro Lemebel, de Marguerite Duras, de Cortázar, de Puig y Perlongher, y también Cocteau, Gide y Proust. Son intercambios que me dejan siempre con un agradable sabor en la boca. Se despidió recomendándome dos cuentos de Borges: Emma Zunz y El hacedor. Tengo que buscarlos.

Mis días literarios prometen mucho. Me abren un horizonte de posibilidades. Es entonces cuando recuerdo el placer que obtengo de la palabra escrita, esa maravillosa fantasía de construir mundos, crear personajes, inventar historias. Pienso, muy agradecido, que Virginia Woolf pudo haber tenido Un cuarto propio, pero yo me siento más que satisfecho de poder acceder a mi propio mundo.

8 de enero de 2009

Días extraños.

Las mañanas de enero se presentan nubladas, preservando el frío de las noches anteriores. Son días extraños, inciertos. Nos ha tocado vivir tiempos irregulares. La economía a nivel mundial se tambalea y hay quien dice que los sistemas financieros, como los conocemos, han fracasado, que un nuevo orden debe imponerse después de esta debacle. El próximo presidente del país que se considera el más poderoso del planeta está por asumir su mandato, y resulta que será un presidente negro en una nación conocida por su historia de esclavitud. Un nuevo conflicto se intensifica en el Medio Oriente porque Israel decidió bombardear la Franja de Gaza, en un intento por detener a los grupos musulmanes que atentan contra su territorio. Y lejos de allí, en un pequeño país latinoamericano que nada tiene que ver con la guerra religiosa, un mandatario megalómano decide expulsar al embajador israelí porque desea solidarizarse con los palestinos. Hasta el momento en que escribo estas líneas, descubro que somos el único gobierno que ha tomado semejante decisión. Ni siquiera Egipto o Jordania, vecinos del conflicto, se parcializan amparándose en sus diferencias ideológicas.

Pero ya lo dije: son tiempos irregulares.

Creo que resultaría lógico preguntarse a qué nos enfrentamos, qué nos aguarda cada mañana después de abrir los ojos, qué se esconde detrás de las esquinas del porvenir. La incertidumbre es generalizada. Es como un amplio corredor lleno de velos que debemos ir discurriendo según avanzamos. Pero me confieso optimista; a pesar de todo, quiero ser optimista. Quiero ver el vaso medio lleno. Al final, todo se reduce a las escogencias que cada uno hace. Así, Chávez decide expulsar al embajador de un país con el que no tenemos ningún problema. Yo prefiero concentrarme en todo lo positivo que me rodea. Porque hoy el cielo amaneció de un inusual color azul, intenso, vivificante, un total derroche de tonos matutinos.