Sucede casi siempre a finales de año: nos entregamos voluntariamente o no a la tarea de hacer balance, de analizar lo que hicimos y de comparar lo que hubiésemos querido hacer contra lo hecho (o no, que es peor). A veces puede ser un juego ameno, rememorativo, inspirador; también puede convertirse en un paseo nostálgico, doloroso y lleno de espinas. Pero puede ocurrir que todo se convierta en un fogonazo de luz, en un golpe revelador que nos impulsa a ir más allá; a trascender, pues.
En mi caso tiendo a verlo como un espejo. Y sin proponérmelo he cruzado a través de él, para contemplar las múltiples imágenes: las de antes, las de ahora y las que podrían ser. Quizás me encontré con un espejo mágico.
Viviendo en un pueblo pequeño se tiene posibilidades de hacer muchos amigos; al menos eso fue lo que hice en mis años de fiesta continua, de excesos, de noches banales y desenfrenos. Experimenté con el licor, las drogas, los escarceos mundanos; teniendo siempre la brillante madrugada como telón de fondo. Pero creo que fueron etapas por las que tuve que cruzar para llegar hasta aquí. Luego partí del pueblo, entregándome entonces a novedosas aventuras: laborales, literarias, intelectuales: todas más experimentales y menos dañinas. Los años previos quedaron reflejados en mi diario, volumen que titulé La Ronda de los Depravados. Y se convirtieron en un recuerdo escrito, relegado. Archivado.
Mi amiga Carolina regresó de Italia en vísperas de Navidad. Ahora vive en Europa, pero fue de su mano que comencé a atisbar los bordes del abismo. Es una mujer liberal, independiente, chispeante. Alessio llegó de visita, como cualquier turista, en aquellos años oscuros; se enamoró de ella inmediatamente. Los europeos ofrecen poca resistencia a la piel canela del trópico. Ellos se entendieron muy pronto: se amaban juntos, viajaban juntos, bebían juntos y se drogaban juntos. El flechazo fue tan decisivo que al año siguiente regresó y se la llevó a vivir con él en Florencia. Yo mismo les despedí en el aeropuerto. Mas el episodio entre ellos no fue sino un breve capítulo entre las páginas que se ensamblaron con torpeza en esa época, y mucho agua ha corrido bajo el puente.
- ¡Me caso!-soltó Carolina a través del teléfono.
Esa fue su sorpresa de Navidad. La más inesperada de todas. Llegaron como un huracán: revolviendo, agitando y desequilibrando. Me tocó involucrarme tarde porque me encontraba fuera del pueblo a su llegada, por lo que el reencuentro sólo se efectuó la madrugada del año nuevo. La sonrisa inicial, los abrazos y besos, las historias, los planes… todo, muy lentamente, pasó a convertirse en miradas de soslayo, ceños fruncidos y el penetrante e inconfundible olor de la cocaína fresca. Al principio me incomodé un poco, intentando adecuar mi mente y mi cuerpo ante aquél despliegue de ilícitos placeres, pero me venció la intensa luz del sol matutino. Me despedí lo más afable que pude, no queriendo mostrar mi patente incomodidad. Parecía que nada hubiese cambiado desde nuestros años oscuros hasta hoy; no obstante, decidí atribuirlo a la efervescencia de la despedida de año. Todos estaban felices por las buenas noticias de Caro y Alessio: el reencuentro de Navidad, la boda, las fiestas prolongadas… Parecía que recuperáramos el tiempo perdido. Sí. Pero yo no era el mismo. Algo había cambiado.
Nos tocó vernos pocos días después, en otra noche de celebración tardía. Para los venezolanos la llegada de enero no significa que las fiestas han terminado. Esta vez había más gente. Rostros pretéritos que no contemplaba hacía tiempo. Todo conformando una amalgama, un puente irrisorio entre ayer y hoy. Hubo explosión de risas, de remembranzas, de brindis. El gozo nocturno: mañana no existe. Pude comprobar que recién me anexaba a ellos, pero que para ellos el regocijo nunca había terminado.
Los contemplaba a través del espejo.
El espejo me ofrecía el reflejo de lo que alguna vez fuimos; sólo que las imágenes se distorsionaban, se confundían entre lo que había sido y lo que ahora era. Allí estaban todos: intoxicados, ebrios, inconscientes del paso del tiempo, ajenos al estrago que se superponía en capas multicolores. Hombres y mujeres congelados, como intemporales figuras de cera. Y yo también había estado allí: exótico, mágico, superficial. Sonreí recordando que existió una época cuando supe camuflarme muy bien entre ellos. Entonces recordé a Virginia, otra amiga que presenció el auge inmortal de aquellas noches. Ella, como yo, supo retirarse a tiempo y ahora vive en Barcelona, con su esposo. De vez en cuando nos comunicamos y me pregunta por viejos protagonistas. Cuando le cuento que nada ha cambiado, suele reír y decirme que nuestro pueblo le recuerda mucho sus viajes a Disneylandia: “Siempre están los mismos juegos, los mismos personajes; nada nunca cambia. Se quedaron atrás”.
Sus palabras reverberan en mi mente. Quizás nuestro pueblo esconde entre las sombras un pequeño parque de diversiones: la montaña rusa de las drogas; la enorme rueda de los encuentros amorosos, tan cíclicos; los carros eléctricos que chocan, impregnados de alcohol; las sillas voladoras que estimulan los pensamientos y la carne. Son como juegos mecánicos que crujen y se estremecen, pero resistiéndose a ser desmantelados. Para ellos las luces se encienden cada noche, y todos acuden como polillas, ciegos y temblorosos, porque no conocen más.
Hoy celebro mi avance. El cambio de año me permitió atisbar hacia atrás, hacia lo que alguna vez fui. Y lo agradezco. La adrenalina fue intensa entonces, pero siempre me he caracterizado por querer más. Y los placeres del cuerpo se transformaron en los apetitos de la mente. No me arrepiento. No. Mas siento que aún tengo muchas aventuras por vivir, otros mundos que explorar, infinidad de páginas por escribir. Me confieso feliz, según el año inicia.
Deseo para todos la misma luminosidad.
¡Ah! También deseo que Caro y Alessio tengan una boda feliz…